«En cuanto nos salimos de la vida y la miramos desde fuera, todo se hunde, todo parece engaño» (Cioran)
Según la Organización Mundial de la Salud, España es el país europeo con mayor expectativa de vida: 82,2 años de media. Este récord de longevidad se lo debemos a las españolas, que alcanzan los 85 frente a los casi 79 de los hombres, intolerable discriminación de género que siempre omiten quienes reivindican la igualdad, paridad y reciprocidad pero olvidan la caducidad. Suponiendo que dure hasta esa edad media, y aunque parezca mejor conservado que un soldado viejo, resulta que uno ha consumido ya el 77 por ciento de su tiempo, por lo que ya ha comenzado el cuarto y último acto de su ópera particular, donde los acontecimientos se precipitan hacia su inevitable trágico final. No es que sufra una depresión secundaria a ocho meses de invierno. Esta reflexión conviene hacerla de vez en cuando con toda normalidad, porque no digo que nos creamos inmortales pero sí que tendemos a considerar que son los demás los que cascan y que para nuestra bajada de telón falta mucho todavía.
El caso es que, cuando a estas alturas de la carrera vuelves la vista atrás, barruntas que la vida, lo que se dice la vida, posiblemente sean los treinta años que transcurren desde que dejas de ver la línea de salida hasta que vislumbras la pancarta de meta. Desde que te preparas para la vida hasta que ésta acaba preparándote de verdad pero ya para nada. Desde las ganas de comerte el mundo hasta que el hartazgo te lo indigesta. Desde que esperabas ser alguien hasta que reconoces no ser nadie. Desde que prometías tanto hasta que lo incumples todo. Son esos tres decenios que separan el primer hijo del primer nieto, el ardor incendiario del humo de las cenizas, la vitalidad desbordante del cansancio vital y la salud de hierro de la herrumbre que la mina. El proyecto del fiasco, la ilusión del desengaño, la fe del escepticismo, el entusiasmo de la melancolía. La convicción de la duda, la esperanza de la frustración, la ignorancia atrevida de la inútil sabiduría, la pelambrera de la calva, las chocolatinas de la barriga, el final del comienzo del principio del fin, sin otra referencia de seguir siendo el mismo que los implacables recibos de una hipoteca eterna.
Claro que después de esa etapa que llaman activa, productiva o de madurez (estado previo a la podredumbre), en la que ocupas tu puesto en una sociedad que te exprime hasta que no das más jugo y entonces te tira a la basura, puedes subsistir varias décadas. Pero la auténtica vida para la que nacimos son esos treinta años. Pon treinta y cinco. Pero ni uno más. El resto sólo es supervivencia.