Ida. Jueves 15 de noviembre. El único avión que sale del aeropuerto de Logroño-Agoncillo en todo el día despega a las 7:30 horas con destino a Madrid-Barajas, pero dos días antes recibí en el móvil un aviso de Iberia adelantando media hora la salida. Así que a las seis y veinte aparcaba frente a la terminal. Dentro no había ni Zeus y mi sospecha se confirmó al ver que la hora de salida anunciada en la pantalla era las 7:30. Me la han jugado, pensé, pero enseguida fueron llegando los otros nueve pasajeros, que habían recibido el mismo mensaje que yo. Hacia las siete menos cuarto el mostrador de facturación continuaba desatendido y entonces hizo su entrada la tripulación, dispuesta a despegar a las siete. Fue entonces cuando la encargada, que estaba por allí desde las cinco y media, se enteró del adelanto del vuelo y puso en marcha el embarque. Como había casi tantos guardias como pasajeros el control fue rápido y a las siete y diez el avión despegaba.
Vuelta. Viernes 16. El único avión que aterriza en Agoncillo sale a las 21 horas del culo de la T4 (la caminata hasta la puerta de embarque dura más que el vuelo). Pero el aeropuerto riojano se trinca a las 22, por lo que un pequeño retraso obliga a aterrizar en Pamplona o Vitoria. La pantalla informativa impresiona: en una hora saldrán aviones hacia Turín, Sao Paulo, Dubai, Tashkent, Tel Aviv o Buenos Aires, mezclados con la calderilla nacional: Jerez, Murcia, Santiago, Almería, Vigo, Logroño… Todos en hora menos uno, adivinen cuál, retrasado media hora. Una pasajera habitual dio por hecho el desvío a Noaín y decidí tomarme la cosa con calma y de paso, un bocata. Me dirigía al bar, sito a unos dos kilómetros de pasillo, cuando en otro panel situado a medio camino había desaparecido el retraso y el embarque se anunciaba a su hora, las 8:40. Contento por cenar en casa, regresé al fondo de saco por el que nos estaban dando pero allí la fatídica media hora de retraso había reaparecido en pantalla. En nada lo volvieron a quitar, y a poner, y así cada pocos minutos. Resignado, acabé renunciando por el momento a la consoladora chapata de jamón. A bordo (166 euros ida y vuelta) ya no dan ni cascagüeses pero venden bocadillos y ante la incertidumbre, pues a veces comunican el desvío en pleno vuelo, fui a pedirme uno pero la azafata lamentó que se les habían acabado.
Al feliz aterrizamos en Agoncillo in extremis (22:03). «A pesar de todo, viajar de Madrid a casa en una hora es estupendo», comentó uno de los doce aliviados pasajeros antes de abandonar la terminal, adjetivo que recibe el enfermo de gravedad irreversible cuya defunción es inminente.