Aplicada al comportamiento social, la llamada «ley del péndulo» es una metáfora que ilustra la oscilación más o menos rápida o violenta desde una situación extrema hasta la opuesta. La historia está repleta vaivenes, huidas al polo opuesto y vueltas de tortilla, y algo así puede estar sucediendo en España con la democracia. La nación que presume del Estado más antiguo de Europa no consolidó el menos malo sistema de gobierno hasta junio de 1977, tras cuarenta años de dictadura surgida de una atroz guerra civil. Meses antes, Adolfo Suárez detuvo el recorrido de la bola en un extremo del aire, la soltó y el péndulo invirtió su marcha. Otras cuatro décadas después, quizá nos acerquemos al crítico momento suspensivo en el que la democracia traspasa la invisible mediana que separa la prohibición del abuso.
Ahora se exige cualquier cosa que supuestamente quiere una presunta mayoría y a eso lo llaman democracia, cuando la mayoría de la gente no sabe lo que quiere y, manipulada, mal informada e intoxicada de propaganda, puede querer lo que no debe (el partido nazi fue el más votado en 1932). Un ejemplo es la consulta independentista que el mayor libertador de su pueblo desde Gandhi y Mandela promueve alegando que “votar es democracia”. Una falacia, porque democracia es respetar las leyes respaldadas por la mayoría, no imponer ocurrencias ilegales ni por la fuerza de las urnas. Imaginen que unos gobernantes irresponsables nos consultaran si deseamos dejar de pagar el IRPF o jubilarnos con el 110 por cien a los 50. Como la mayoría del pueblo soberano es igual de mentecata, el «sí» arrasaría y esto se iría definitivamente al garete. Por eso la democracia precisa límites que la protejan evitando su deriva al disparate o la votomanía.
Otros síntomas recientes de inversión pendular son la justificación judicial del acoso de una turba insultando a un político ante su casa como un «mecanismo ordinario de participación democrática de la sociedad civil y expresión del pluralismo de los ciudadanos» y el grosero lanzamiento de bragas metrorrágicas a un cardenal por tías exhibiendo las glándulas que la naturaleza les ha puesto para amamantar a las crías cuya eliminación prenatal pretenden sacralizar. Memeces, sí, pero potencialmente peligrosas si sus demagógicos instigadores, ejecutores y aplaudidores logran manejar la voluntad del número suficiente de memos requerido para relanzar el péndulo en caída libre al insondable abismo de la historia.
(el-bisturi.com)