En el vestíbulo de la excesiva estación de tren de Logroño, una exposición titulada «La ciudad y el ferrocarril» muestra algo más que una crónica ilustrada de las cuatro estaciones que ha conocido esta ciudad: su dificultoso desarrollo urbanístico, obstaculizado por una línea férrea que en siglo y medio no ha dejado de causar problemas.
En 1863 Logroño era el actual casco antiguo, un caserío alargado paralelamente al Ebro –y al camino de Santiago–, limitado al norte por el río y al sur por el actual paseo del Espolón, donde vivían unas 12.000 personas. Acababan de derribarse las murallas que impedían su crecimiento natural hacia la vega del Iregua, pero aquel año se levantó una nueva barrera tan infranqueable como aquellas, aunque tendida a ras de tierra: el ferrocarril. La corta vista de las autoridades permitió extender los raíles a ¡200 metros! del núcleo urbano. En las décadas siguientes la ciudad fue creciendo hacia el sur hasta saltar la vía, constituida ya en el mayor problema de la ciudad de las pasarelas. A finales de los años 50 del pasado siglo, con 60.000 logroñeses censados, la miopía había degenerado en ceguera y la molesta línea férrea se trasladó al sur otros ¡700 metros!, entorpeciendo el crecimiento de la capital riojana en pleno desarrollo tardofranquista. Inevitablemente, la ciudad continuó expandiéndose hacia el sur y, para ponerle las cosas más difíciles, se construyó otra barrera paralela a la ferroviaria, la carretera de circunvalación, a solo ¡400 m! al sur y con un polígono industrial por medio. Para garantizar la persistencia del obstáculo en las futuras generaciones, una autopista a menos de dos kilómetros de la ronda completó el cinturón de trabas a la ampliación de una ciudad donde ya viven 150.000 almas, o lo que sean.
El actual obrón faraónico del soterramiento –a mi juicio un derroche innecesario–, más que la solución de un problema histórico, parece un intento de ocultarlo echando tierra literalmente sobre el asunto y cargándose de paso costosos edificios e infraestructuras tan recientes como la oficina de Correos o la rotonda-túnel de Vara de Rey. Por mucho menos, en otras ciudades se monta un gamonal de mil pares. Pero el despropósito podría no acabar aquí. El próximo capítulo podría ser el AVE, que si algún día llega a La Rioja obligará a cambiar o adaptar el ancho de vía español al europeo, que es 233 milímetros más estrecho. Pero al menos esto ya no lo veremos, y no por que vayamos a faltar antes, sino porque se hará a la chita soterrando.
el-bisturi.com