Nihil novum sub sole. A mediados del siglo XVI, España sufrió una crisis económica y social terrible que extremó las diferencias sociales entre unos ricos cada vez más pudientes y unos pobres cada día más míseros y numerosos. La mendicidad contribuyó a la crisis laboral aumentando el censo de desocupados, y en este caldo de cultivo creció un tipo social que inspiraría todo un género literario: el pícaro. Definido en 1726 por el primer DRAE como «bajo, ruin, doloso, falto de honra y vergüenza», el pícaro proliferó en el medio urbano cual cáncer social de personajes hechos a sí mismos que buscaban ascender socialmente sin trabajar, aparentando pertenecer a la elite de una sociedad corrompida y mal administrada. Más que delincuentes, algunos estudiosos los consideran «desviados» especialmente dominados por el desenfrenado afán de riqueza en forma de dinero, entendido como dominio de un entorno cerrado que vetaba sus aspiraciones de ascenso. Conocían técnicas bancarias y de inversiones productivas y usaban una jerga (la germanía) para entenderse entre ellos y ocultarse de la justicia.
El caso es que, desde el Siglo de Oro, tenemos asumido el sambenito de que España sigue siendo el país de la picaresca, pero el perfil del pícaro ha cambiado mucho. El del siglo XXI, a diferencia de personajes como Lazarillo, Pablos, Alfarache o nuestro guitón Onofre, ya no es un desheredado de ínfima extracción y origen deshonroso cuyas andanzas daban pie al autor de la novela para criticar a la sociedad de su tiempo. Los nuevos pícaros son tipos instalados en el poder político, social o económico (ministros, alcaldes, presidentes, tesoreros, banqueros, grandes empresarios, jefes políticos y sindicales de todo pelaje y hasta reales yernos) que aprovechan su privilegiada posición para enriquecerse ilícitamente en plena crisis económica y social. A diferencia del pícaro aurisecular, los Roldán, Bárcenas, Pujol, Urdangarín, Blesa, Fernández Villa el confuso, Granados y los que saldrán no nos conmueven con su desgraciado origen, nos entretienen con sus peripecias ni nos divierten con su ingenio agudizado por el hambre; al contrario, sus comisiones, desfalcos y saqueos nos repugnan, indignan y cabrean. Con una excepción: el pequeño Nicolás. Éste si encajaba en la picaresca clásica: un golfillo de origen humilde que con toda su jeta aniñada se cuela en el club de los poderosos, a los que engaña simulando ser un alevín de los suyos. Pero cometió el error de empezar la carrera desde abajo, y eso ya no se estila, chaval. En el moderno patio de Monipodio, para trincar hay que estar arriba. Cuanto más arriba, mejor.
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