El filme «Lincoln» ha demostrado que, 150 años después del magnicidio, la memoria viva del 16º presidente de los EEUU continúa fascinando a todos los públicos. Abraham Lincoln pasó a la historia como el héroe que acabó con la esclavitud a costa de su vida, pero Spielberg nos ha descubierto que para aprobar la enmienda constitucional abolicionista tuvo que comprar los votos de congresistas necesarios, sin que tan flagrante corrupción política le haya impedido convertirse en un icono histórico idolatrado en su país.
En España, los casos de corrupción que nos salpican a diario afectan a todos los sectores (un banquero, un cura, un farmacéutico, un electricista, una diva, un deportista, un empresario, una infanta, un capo del balompié, una tonadillera, un sindicalista…) pero cuando se trata de políticos, chivos expiatorios de la corrupción nacional, la opinión pública se cabrea más y perdona menos. El hartazgo popular por los casos que enfangan al bipartidismo PP-PSOE ha propiciado la generación espontánea del fenómeno Podemos, más que un partido, un movimiento saprofito que recluta descontentos sin otros méritos para justificar su asalto el poder que su presunta limpieza y la promesa del cambio a la pureza democrática. Pero la historia nos ha enseñado lo peligroso que resulta para la democracia la demagogia populista desplegada por neoformaciones políticas oportunistas a la pesca del voto visceral en aguas revueltas. A los decepcionados con los partidos a los que siempre votaron les puede suceder como al perro de la fábula de Esopo, que llevaba un trozo de carne en la boca cuando descubrió su imagen reflejada en el río. Creyendo que el bocado que veía en el agua era mayor que el suyo, abrió sus fauces para morderlo y se quedó sin ninguno de los dos: uno porque no existía y el otro porque se lo llevó la corriente.
Cuando veo a pipiolos sin otro discurso que el rechazo a una «casta» corrupta dispuestos a tomar las riendas del país tiemblo, porque su presunta incorrupción, que no incorruptibilidad, no es condición suficiente para gobernar (aparte de que, en un Estado de derecho, mientras no se demuestre lo contrario, es inocente hasta Bárcenas). También, y sobre todo, se precisa formación, experiencia, capacidad y competencia, y nada de esto acreditan. Si a usted tuviesen que operarlo del corazón y le dieran a escoger entre el cirujano más experto, que cobra comisión de su proveedor de válvulas cardíacas, y otro más puro y casto que un serafín pero que se estrenará con sus ventrículos, ¿en qué manos se pondría teniendo en cuenta, además, que el primero tampoco ponía el cazo al principio y que nada permite asegurar que el segundo no lo haga con el tiempo? Nos lo enseñó otro cineasta: nadie es perfecto. Ni el gran Lincoln.