El vivo dolor producido por una pequeña quemadura de primer grado, que sólo enrojece la piel, permite imaginar el espantoso sufrimiento que infligirá la combustión de todo el cuerpo. Por eso el sadismo humano ha utilizado el fuego como suplicio en todas las épocas para castigar delitos civiles pero, sobre todo, como represión por la intolerancia religiosa de dos grandes falacias: la brujería y la herejía.
Aunque se asó gente en las culturas celta, indioamericana (al ast, al parecer) y romana (las antorchas humanas de Nerón), la muerte en la hoguera fue instituida por bula papal en el siglo XII como aplicación de la pena capital a los disidentes de la ortodoxia, para cuya persecución la teocracia católica creó la Inquisición en el sur de Francia (1184). El fuego era limpio, impedía la resurrección y conducía directamente al infierno. El celo incinerador de los inquisidores los llevó a quemar herejes fugitivos en efigie, restos desenterrados de condenados póstumos y hasta a una anciana moribunda que en Toulouse fue arrojada a las llamas en su lecho cuando fue descubierta. Los piadosos espectadores de las quemas eran gratificados con indulgencias si aportaban leña a la pira y, aunque a veces los estrangulaban, la mayoría fueron quemados vivos y en ocasiones en masa, como los 210 cátaros martirizados en 1244 en Montségur por no abjurar.
Tres siglos después de la francesa, los Reyes Católicos impulsaron la Inquisición española, que en pocos años quemó a miles de judíos y moriscos acusados de falsa conversión. Ilustres quemados vivos de aquel siglo por herejía fueron el checo Juan Hus y la francesa Juana de Arco, y en el siguiente el español Miguel Servet (víctima de la teocracia calvinista) y el italiano Giordano Bruno. Otra bula de un vicarius christi declaró en 1484 la guerra santa contra los amigos del diablo, desencadenando la caza de decenas de miles de brujos y sobre todo brujas que ardieron vivos en ciudades de toda Europa, incluida Logroño, donde en 1610 fueron quemadas seis personas vivas y cinco en efigie en un «auto de fe» ante la muchedumbre atraída por la chamusquina. La vivibustión humana está tan arraigada en nuestra cultura que en un famoso cuento infantil, dos niños queman viva a la bruja para regocijo de los pequeños lectores.
La pena de hoguera, en fin, estuvo vigente en algunos países europeos, entre ellos España, hasta el siglo XIX. Ahora le toca el turno crematorio a la teocracia islamista y el resplandor de la ígnea luz de los mártires nunca se apagará mientras exista una fe revelada en un libro sagrado por un dios al que defender asesinando inocentes a sangre y fuego.