El psicólogo americano Abraham Maslow desarrolló una atractiva teoría de las necesidades humanas plasmada gráficamente en una pirámide que las representa jerarquizadas en sentido ascendente. En la base subyacen las necesidades fisiológicas básicas: respirar, beber, comer, dormir, buena temperatura y analgesia. La siguiente es de seguridad y protección: integridad física, hogar, recursos para vivir y trabajo. Más arriba se sitúan las necesidades de afiliación: amor, pareja, familia, amigos, vida social. En el penúltimo piso se encuentra la necesidad de reconocimiento: autoestima, éxito, reputación, fama, poder. Y en el vértice (palabra emparentada con vértigo) reside la autorrealización o deseo de ser lo que a uno se le ocurra ser, cuya insatisfacción generará gran frustración aunque las demás necesidades estén cubiertas.
Por otro lado, los filósofos recalcan que la felicidad no consiste en poseer sino en no desear, que satisfacer una necesidad genera otra y que la máxima dicha a la que podemos aspirar es la ausencia de dolor… y de aburrimiento. El hastío es el gran problema del hombre cuando alcanza el penúltimo piso de la pirámide. Para combatirlo hay tres vías: la profunda es replegarse en uno mismo aspirando a la armonía mediante el cultivo del espíritu; la frívola consiste en buscar entretenimiento a través de la diversión, y la tercera se busca nuevas necesidades que alimenten la ilusión de conseguir la felicidad plena. Cuando uno tiene un trabajo fijo de 35 horas y una afición estupenda, una confortable vivienda repleta de cosas, un buen coche, amigos y una familia bien avenida con la que irse de vacaciones, cuando lo tiene todo de serie, ya solo puede anhelar extras tan lujosos como la «identidad nacional» de su privilegiada región del planeta. Los niños mimados empiezan berreando por un globo y acaban pataleando por la independencia.
Y aunque la autorrealización sea una aspiración individual, si líderes demagogos logran inculcar esa ficticia necesidad suprema en muchos ciudadanos para ocultar su incompetencia, predicando la creación de una nacioncita en la que seguramente vivirán peor, tendremos el denominado «desafío soberanista», que en realidad es una amenaza de golpe de Estado civil de la que uno está tan harto que ya está deseando que triunfe. Dada por perdida la cordura de un pueblo que hasta hace poco era su seña de identidad, en favor de un nacionalismo blandofascista, siento la morbosa curiosidad de saber a quién culparán entonces de su desempleo, de su corrupción, de sus bajos salarios, de sus listas de espera y, en definitiva, de su ansia de felicidad siempre insatisfecha. Desde el vértice de la pirámide ya solo cabe un movimiento: la caída. Libre, eso sí. Libérrima.