Cuando se publique esta columna será Jueves Santo (pronúnciese juevesanto) y las previsiones climatológicas eran de nubosidad, riesgo de lluvia y frío. Como todas las semanasantas, me dirán. Pues no. La de 2014 fue excepcionalmente buena en La Rioja, con días radiantes de sol espléndido y temperaturas casi veraniegas. Y es que aquel juevesanto se celebró el 17 de abril, cuando la inestabilidad climatológica propia de la transición del invierno a la primavera disminuye y es más probable disfrutar de buen tiempo. El año que viene caerá el 13 de abril y en 2018 el 28 de marzo, así que las expectativas de un clima propicio para el disfrute de la primera gran escapada del año serán diferentes.
Como saben, este desbarajuste en un calendario litúrgico que obliga año tras año a reajusta la planificación de los trimestres académico y laboral deriva de una decisión tomada por los obispos bizantinos convocados por el emperador Constantino I en el año 325 en Nicea (actual Turquía) para que se pusieran de acuerdo en qué debían creer los cristianos. De paso, y para evitar que coincidiese con la Pascua judía, el primer concilio ecuménico determinó que la cristiana se celebrara el domingo siguiente al primer plenilunio posterior al equinoccio de la primavera boreal. Esta caprichosa decisión es la causa de que las fechas de la Semana Santa oscilen hasta un mes, lo que en Educación obliga a reordenar agendas, programas de estudios y fechas de evaluación y la hostelería, el turismo, la industria y la sociedad entera hayan de programar su actividad según caiga la primera luna llena primaveral.
Los expertos aseguran que un segundo trimestre laboral y académico demasiado largo trastorna el funcionamiento de la sociedad, acarrea un aumento de las jaquecas, el estrés y las depresiones entre la población y provoca una caída en la productividad laboral y la concentración escolar. Mientras que el mal tiempo habitual en uno tan corto como el de este año frustra expectativas hosteleras y puede arruinar las ansiadas vacaciones de mucha gente tras el largo invierno, salvo la minoría esquiadora, sin contar el drama de costaleros y cofrades llorando como magdalenas que le parten el alma a cualquiera. Además, una sociedad moderna y dinámica no puede paralizarse durante cinco días seguidos inhábiles, caigan en la semana que sea.
Ya va siendo hora de que el Estado español, oficialmente aconfesional, adopte un calendario civil con criterios más racionales que la lunática decisión de un concilio celebrado en el siglo IV. Pero me temo que ni un gobierno de progres(o) acometerá esta reforma en su programa de cambio, porque en este país resulta mucho más fácil cargarse las Diputaciones que las procesiones.