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Fernando Sáez Aldana

El bisturí

Cornadas de odio

Los lectores de esta columna ya saben que a su autor no le gustan los toros. Bueno, los toros sí, ya me entienden, las corridas. De toros, claro. Creo que mi antitaurinismo se debe a una mutación genética. Mi abuelo era un gran aficionado y su carnicería mirandesa estaba presidida por una soberbia cabeza de morlaco. Mi padre llegó a hacer el paseíllo en becerradas con el sobrenombre de El estudiante. Durante muchos años después, la estampa del médico de la plaza con un puro de veinte centímetros formó parte del paisaje humano formado por subalternos, monosabios, areneros, sanitarios, mulilleros, números de la Benemérita y demás fauna de callejón del coso jarrero. En su vano intento de transmitirme la afición me llevó de chaval a muchos festejos de los que salía sin entender nada y con una banderilla ensangrentada como trofeo del que tenía que deshacerme a escondidas. El celo filial, en fin, me llevó al extremo de ejercer la plaza de cirujano jefe de la plaza de Haro cuando una nueva normativa exigió el título que él no poseía. Aún me estremezco recordando aquellas tardes interminables refugiado en la enfermería, suplicando ante el altarcillo de estampas de Vírgenes que no hubiese cogida, con más miedo y devoción que los propios diestros.

Así que detesto las corridas de toros, pero la muerte de un joven torero en el ruedo con su esposa en el tendido me parece una tragedia espeluznante y conmovedora. Respeto la vida de los animales pero más la de las personas, y mientras la lidia sea inevitable prefiero que siga muriendo el bicho antes que el matador. Por eso no hay palabras para calificar los increíbles comentarios vertidos en las redes sociales, no sólo alegrándose de la muerte de un ser humano que se gana la vida jugándosela (como tantos mineros, policías, bomberos, conductores, deportistas…) sino recreándose en la suerte de insultar y ofender a la víctima y a su pobre familia supurando algo que me pone los pelos más de punta que un victorino de 600 kilos: el odio. Un odio atroz, tan brutal como gratuito, que ha encontrado en las redes sociales el medio de cultivo ideal para el crecimiento y propagación de esta auténtica sociopatía de nuestro siglo que consiste en vomitar impunemente en internet las mayores barbaridades. Va siendo hora de que el ciberodio deje de considerarse libre expresión mal entendida de malvados con voz en la red y se persiga de oficio con el mismo ahínco que conducir sin cinturón de seguridad, por ejemplo. Las cornadas en el alma que asestan estos tuits malignos siguen la única trayectoria de la miseria moral e intelectual de sus autores.

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Por Fernando SÁEZ ALDANA

Sobre el autor

Haro, 1953. Doctor en Medicina especialista en Cirugía Ortopédica y Traumatología jubilado en 2018, ya escribía antes de ser médico y lo seguirá haciendo hasta el final. Ha publicado varios libros de relatos y novelas y ha obtenido numerosos premios literarios y accésits. El bisturí es una columna de opinión que publica Diario LA RIOJA todos los jueves desde 2004.


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