Vamos a desoír, que ya es desoír, a quienes aseguran que esto sólo es el principio y que nos preparemos a ver cosas peores como consecuencia del «proceso de paz». Vamos a olvidar, que ya es olvidar, que los absueltos son los tipejos que destrozaron la Gran Vía logroñesa hace cinco años en plenos sanbernabés. Y vamos a conceder, que ya es conceder, que el Tribunal Supremo ha hecho justicia exculpando a dos individuos capaces de tomarse unos vinos por la Laurel después de aparcar una bomba devastadora en el corazón de la ciudad. A mí lo que más me indigna de todo esto es la impunidad institucional que el sistema judicial otorga a jueces y magistrados cuando se equivocan. Nuestros héroes por la paz fueron detenidos en julio de 2001, al mes de su hazaña, y cuatro años después la Audiencia Nacional los condenó por los estragos terroristas que todos pudimos contemplar horrorizados. Un larguísimo proceso que ha consumido enormes recursos públicos al final para nada, pues el Supremo ha anulado la condena por falta de pruebas. Es decir, que los jueces más importantes del país les han enmendado la plana a otros menos importantes, los cuales, según los Supercicutas, hicieron mal las cosas, y aquí paz y después tregua. Cada vez entiendo más por qué las sentencias judiciales se llaman fallos. Ya me gustaría a mí que a los médicos, por ejemplo, nos ocurriera lo mismo. Que cuando alcanzáramos un diagnóstico o aplicáramos un remedio equivocados lo más que nos pudiera pasar sería que un tribunal de colegas más ilustres lo proclamaran públicamente y todos tan amigos. Porque nosotros, dado que somos tan humanos como los jueces cuando meten la pata, también la metemos; pero la diferencia es que podemos acabar en el banquillo, precisamente a merced de sus señorías, mientras que si son ellos los que yerran nadie les pedirá cuentas. Para que luego digan del corporativismo médico. Que existe, faltaría más, pero que, como debe ser, no nos exime de responsabilidad cuando cometemos un error. Así que, a pesar de que ellos vistan de negro como los cuervos y nosotros de blanco como las palomas (algunos dejémoslo en gris marengo), picapleitos y matasanos nos parecemos en que fallamos a menudo, aunque sólo nuestros fallos puedan ser juzgados y castigados. Iba a decir que no es justo, pero quién cree en la Justicia después de un fallo tan clamoroso como el del bombazo de la Torre de Logroño, y que hemos de acatar. Que ya es acatar.