Sabido es que a los feos todo lo que sea taparse les favorece. Convenientemente oculto tras unas gafas de sol, un cuello subido, una poblada barba o una densa pelambrera, hasta Picio pasaría por un apuesto galán de cine. Gracias a la vestimenta que nos cubre las vergüenzas, nuestros tripones, papadas, cartucheras y panderos pasan desapercibidos bajo gabanes y pellizas, e hirsutas y patizambos disimulan sus garras enfundándolas en unos pantalones largos. Puede afirmarse que en invierno la humanidad parece menos horrenda de lo que es dado que a algunos sólo se nos ve la punta del pimiento morrón asomando por la bufanda. Pero hete aquí que llega el presunto buen tiempo (a los raritos nos va más la fresca y el nublo) y el personal se desprende de los trapos que ocultaban sus miserias anatómicas sin ningún pudor exhibiendo los generosos contornos de espeteras normandas, lomos ibéricos y panzas budistas. Aunque, hasta ahora, la apoteosis de la feada corporal se había limitado al hacinamiento piscinero o playero. Era al borde del agua donde las personas se semidesnudaban (o despelotaban en apartadas reservas costeras) sin vergüenza, mostrando a la pública curiosidad su celulitis glúteocrural, su barrigón cervecero o su caída del imperio mamario. En verano la orilla del mar es como una pasarela Venus (de Willendorf) donde batracios torrefactos y gracias de Rubens en tanga desfilan sin cesar en una especie de festival del mal gusto, la decadencia física y el sobrepeso. Sin embargo, nuestra desinhibida sociedad ha dejado de enseñar exclusivamente pellejos arrugados, acúmulos sebáceos y flacideces glandulares en torno al bañador y ha extendido a la ciudad el feísmo veraniego. Ahora en cuanto se alcanzan los veinticinco grados empiezas a cruzarte por la calle con jubilados en tetas, visera revirada y escarpines, jamonas en sujetador y gentes de toda edad, clase y condición en camiseta de tirantes y pantaloneta, y no precisamente paseando por los caminos de las afueras comprobando bolsa en ristre el grado de maduración de los frutales, sino en el comercio, la oficina, el hospital y hasta en la parroquia. Como si el calor otorgase venia para cometer semejantes agresiones estéticas. Hombre, una cosa es aligerarse la ropa con motivo del buen tiempo oficial y otra ir por la calle como impresentables adefesios sin decoro ni crianza. No me extraña que quieran extender los derechos humanos a otros grandes simios, habida cuenta de lo difícil que resultaría distinguir a un orangután depilado de ciertos homo sapiens en pantaloneta.