Estoy en desacuerdo con las subvenciones a la minería. Pero, al mismo tiempo, me opongo a que miles de trabajadores se queden al raso por una mala gestión de los gestores públicos.
Todos los Gobiernos de España anteriores al de Rajoy, hablo de Aznar y de Rodríguez Zapatero, tiraron por lo fácil: subsidiar las minas, en lugar de apoyar la reconversión industrial de las cuencas y la reorientación laboral de los jóvenes llamados a heredar los puestos de sus abuelos y de sus padres en las galerías.
Los mineros son poderosos, como lo demuestran sus encierros y marchas negras. Pero si se echa la vista atrás, pongamos unos treinta años, podemos recordar a otro colectivo de trabajadores, tanto o más abigarrados que los que olfatean las entrañas de la tierra: los del naval.
En Euskalduna, con sus atarazanas a los pies de la Universidad de Deusto, los obreros se dejaron la salud en inagotables campañas de resistencia que al final se saldaron con prejubilaciones y con el encarrilamiento profesional para los muchos que aún estaban en edad de merecer para el mercado del trabajo. Hablamos de los astilleros, pero también podemos hacerlo del textil o de la siderurgia. Sectores que pasaron de ser motores económicos a lastres insoportables.
Ahora le toca a la minería, por más que los mineros se aferren a su memoria gloriosa para evitar plantar cara al presente. Lo sabe el Gobierno de Rajoy y, aunque callen o digan lo contrario, también lo saben los gestores de las comarcas y los partidos de oposición. La cuestión es si se llegará a tiempo. El dinero se malgastó en apaciguar las cuencas y postergar falsamente los cierres. El mismo que quizás falte ahora, lamentablemente, para resucitarlas.
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