Tomó la palabra el cabeza de familia: «Habéis sufrido mucho; no es lo que os prometimos, pero estamos convencidos de haber cumplido con nuestro deber».
«Os hemos pagado los colegios y el techo bajo el que vivís, y no os ha faltado un plato de comida. ¿Que os hemos recortado las pagas semanales, que no hay extraescolares este curso, que vuestras navidades pasaron de largo…? Pues creednos: ha merecido el esfuerzo. Habéis hecho muchos sacrificios y os podemos anticipar algunas buenas noticias de cara al próximo año: si mantenéis las notas por encima de ocho puede que recuperéis una parte de la asignación mensual que os recortamos y si continuáis sin tener peloteras el uno con el otro os devolveremos los móviles y contrataremos tarifa plana. Las cosas han empezado a enderezarse; vosotros todavía no lo podéis apreciar, pero es así; hay buenas señales. Lo que necesitamos es que conservéis la confianza». ¡Plas!, ¡plas!, ¡plas!, ¡plas’ aplaudía entregada la madre sus palabras apoyada sobre el fogón.
La oposición, sentada a la mesa, se manifestó indignada. «¿Cómo esperas que nos traguemos lo que dices? Apagamos las luces cuando son innecesarias, no malgastamos el agua caliente, cuidamos todo el material escolar para ahorrar, ni nos acordamos cuándo fue el último sábado que fuimos al cine y en lugar de coger el autobús, vamos andando para evitar más gastos. Vosotros en cambio seguís utilizando dos coches, salís a cenar y no abrís la boca cuando la abuela se gasta la pensión en el bingo». Los chavales improvisaron una cacerolada en la cocina y exigieron el derecho a declararse como república independiente dentro de su casa.
La utopía duró poco. La madre, encargada de mantener el orden público, sacó la mano a pasear. El padre ya no estaba.