Sé que nado contracorriente. Pero lo quiero decir. Me gusta Francisco. Me gusta, porque me gustan los curas de pueblo. Y yo veo al Papa, como un sacerdote que cuida entregadamente de sus feligreses sólo que, en su caso, la parroquia que guía desde hace poco más de una semana es el mundo entero.
Por una vez, Argentina no nos ha expropiado. Por una vez, el país «más europeo» de Hispanoamérica –como allí les gusta definirse para desmarcarse del resto del cono sur–, nos regala la figura de un hombre de Dios que ha generado una expectación especial en el pueblo de Dios.
Si Juan Pablo II fue el Papa de los jóvenes y el Papa misionero que liberó al sumo pontífice de los muros del Vaticano; si Benedicto XVI fue el Papa intelectual que enriqueció la doctrina de la Iglesia, hoy existe la íntima convicción entre los creyentes de que Francisco será el Papa que actualizará la institución. El que, conservando los principios que rigen la Iglesia, será capaz de orientar la transición pendiente al siglo XXI.
No espero de Francisco una revolución de fondo, pero sí de forma. Dirá lo mismo que han dicho sus predecesores desde los tiempos de Pedro, pero con un lenguaje fácil y sencillo. Su pontificado se puede anticipar provechoso en la consolidación de la Fe porque lo ejercerá de una forma estrechamente cercana con los fieles, sabedor de que son el pilar de sujeción de la Iglesia. El verdadero cemento armado que sostiene a la organización bimilenaria. Y, pese a quienes cuestionan su fortaleza física, o ponen un acento suspicaz sobre su edad, le presiento sobrado de brío para marcar el rumbo, dirigirlo y liderarlo.
Estas son las esperanzas que deposito como católica en el nuevo Papa. El siervo de Dios menos endiosado de los que ha conocido mi generación.