Fueron dos sobresaltos en La Rioja entre los que medió un abismo. Por un lado, el suceso de los dos menores de ocho y doce años que decidieron lanzarse a la aventura desde Oyón y, por otro, el asunto de los bachilleres que asaltaron los ordenadores de sus profesores para hacerse con los exámenes y venderlos a veinte euros.
La travesura de los niños alaveses fue precisamente eso, una niñería. Ignorando las consecuencias que conllevaba (en su búsqueda intervinieron la Ertzaintza, la Policía Local de Logroño, la Guardia Civil y la Policía Nacional), los chavales se desplazaron hasta Logroño ejerciendo precozmente el derecho a la libertad de movimiento al que sólo accederán cuando cumplan la mayoría de edad. Su escapada tuvo un final feliz y, por la tranquilidad de sus familias, cabe desear que hayan extraído alguna valiosa lección para el futuro.
Sin embargo, no puede calificarse de chiquillada lo ocurrido con el avispado ‘cartel’ de traficantes de pruebas académicas. Desde el centro se asegura que «los menores no habían intentando lucrarse con los exámenes», pero lo cierto es que, en lugar de compartir los ejercicios con sus colegas de forma altruista, cobraban dinero por ello, cumpliendo la regla de oro de la economía de mercado: gastar muy poco (vale con tener conexión con Internet y notables habilidades informáticas) para producir un bien (mal en este caso) y obtener así un beneficio.
Tampoco ellos, como los pequeños de Oyón, midieron el alcance de su acción. Porque su actitud no se limitó a la esfera privada y a la vergüenza a la que expusieron a sus familias. En su ‘hazaña’ comprometieron innecesariamente el prestigio de su colegio, que hará bien en aplicar el reglamento interno con el máximo rigor y sin miramientos. Ellos tampoco los tuvieron con sus profesores y con los compañeros que se dejan los huevos estudiando.