“Has de decidir quién eres, niña, me dijo en una ocasión. Una vez lo sepas, todos los demás lo sabrán también“
Lleva un glamuroso vestido ajustado, guantes a juego, maquillaje y pelo impecables, tiene una piel de porcelana, mirada felina, quizá, sostiene un cigarrillo entre sus labios rojos, y, sobre todo, tiene dos piernas kilométricas. A esta descripción corresponde el personaje que no puede faltar en toda novela negra: la femme fatale. Conocida popularmente por su sensual ambigüedad y facilidad para embaucar al protagonista masculino, suele permanecer en un segundo plano sin que se profundice en su psique. Megan Abbott se salta este estereotipo en ‘Reina del crimen’ (Valdemar/Es Pop Ediciones, 2011), donde convierte a la hechicera en protagonista de su propia historia.
El relevo generacional, como en cualquier trabajo, tiene que llegar al submundo de las mafias, Gloria Denton lo sabe. Su leyenda será inmortal, pero ella no, por lo que decide instruir en las artes del crimen a una joven ambiciosa a la que considera su digna sucesora. ‘La chica’ es quien narra la historia en primera persona, como una confesión que nunca haría a un policía, relata su inclusión en el mercado negro, su instrucción, sus dudas, miedos e ilusiones. Esa parte obviada comúnmente en el género para dotar a los ‘malos’ de un aura de misterio y temor. Sin deshacerse de este último, la protagonista abre una puerta por la que el lector se cuela a la trastienda de la trastienda, donde se forman los futuros ‘padrinos’ y ‘padrinas’. Una suerte de diario de prácticas de la futura reina del crimen.
Su formación (y la del lector), no exime a la novela de su género, y el asesinato ‘obligatorio’ sirve a modo de examen final para la joven, en el que los sentimientos restan puntos. A partir de aquí la trama pasa a ser un thriller detectivesco, en el que la protagonista adopta un doble papel de implicada e investigadora, pues la frialdad que envuelve a su mentora le impide adivinar sus verdaderas intenciones. Un misterio que Abbott sabe dosificar en capítulos cortos subdivididos a la vez en párrafos, consiguiendo el objetivo del género negro: que no puedas evitar pasar de página en busca de una nueva pieza del puzle.
En este libro los policías ya no son los linces que encarnan en papeles protagonistas, sino que los roles se intercambian y pasan a ser secundarios, dependientes, personajes unidimensionales que persiguen a las féminas por motivos no carnales. En la prosa sencilla y cautivadora de Abbott, ellos son un mero instrumento fácilmente manipulable. Un tópico desmontado en favor de otro: el amor no tiene cabida en el mundo al que acaba de llegar la protagonista. Éste no le permitirá ascender hasta el puesto de su profesora, una lección que aprende demasiado bien, como constata el final de la novela.