Me cuenta mi quinceañero hijo mayor que la última moda entre los chavales es juntarse las pandillas en pisos, merenderos y chamizos a jugar con los videojuegos los sábados por la noche. Bastante peleo cada día como madre con los horarios de las game-boys, play-stations y demás videoconsolas que restan tiempo de estudio o de otras actividades, como para imaginarme que el ocio fuera de casa lo dedican a más de lo mismo.
No es que esté en contra de los videojuegos, pero pocos padres sabemos de qué van. Son, sin duda, una buena entrada a la informática y permiten aprender diferentes tipos de habilidades y estrategias. Son los juguetes más vendidos del mercado e incluso recaudan más que las películas de cine. Y hacen, además, el papel de niñeras.
Uno de cada cuatro muchachos dedica casi tres horas diarias a los videojuegos (con tanto sedentarismo, uno de los males de nuestros chicos es el sobrepeso). Pero, ¿de verdad sabemos a qué juegan nuestros hijos? Porque del matar marcianitos de los primeros videojuegos a la violencia gratuita y muchas veces sangrienta de algunos de los de hoy, hay un abismo. Aunque ahora el marciano es el o la joven que no usa el videojuego.
Los videojuegos violentos son un filón comercial. Y un filón, también, demasiadas veces, de machismo puro y duro: construyen un mundo virtual basado en la «cultura del macho», donde lo femenino es asimilado a debilidad, cobardía, conformismo y sumisión. Los protagonistas son casi siempre masculinos y, cuando aparecen mujeres, están hipersexualizadas, casi sin ropa, aunque estén en el polo norte. Cuando la protagonista es femenina, o bien la presenta como una mujer masculinizada o como la princesa indefensa a la que hay que salvar o la estúpida barby que sólo se preocupa de la moda y la dieta. Con este tipo de juegos, las chicas aprenden la dependencia y los chicos la dominación. Y así también se van transmitiendo los roles sociales.
Pero no todo es negativo en este mundo virtual, y es una lástima que el sistema educativo no aproveche el tirón de los videojuegos como instrumento de aprendizaje, mediante juegos que enseñen a pensar, a prever o a planear, que fomenten valores sociales positivos, como la cooperación, la amistad o la generosidad. Mientras tanto, el modelo social al que se seguirán enganchando nuestros jóvenes es el de los videojuegos, el de la play-station y la game-boy, jugados en pandilla y a medianoche.
Puestos a elegir, siempre será mejor, y más saludable, que irse de botellón.