Hace un par de domingos mi hijo mayor reclamaba un aumento de la paga semanal, con el argumento de la coincidencia en este mes de los cumpleaños de varios amigos y de los regalos consiguientes. De momento no le di mayor importancia, pero al día siguiente, el lunes mismo, leía en este nuestro periódico una noticia que recogía un informe sobre el coste de los hijos entre los 0 y los 18 años, efectuado por la Confederación Española de Amas de Casa, Consumidores y Usuarios.
Todavía en la cuesta de comienzo de curso, cuando más gastos se acumulan con los hijos, los datos eran francamente llamativos, no sólo por los 310.000 euros que podía llegar a costar un hijo desde el nacimiento hasta la mayoría de edad (cifra que -no por casualidad- ha captado la atención de los medios de comunicación estos días pasados), sino también por el espectacular incremento del consumo adolescente que ha hecho dispararse la cifra con respecto a un estudio similar efectuado en el año 2000 (llegando prácticamente a duplicar los costes). Después de los 18, prefiero no pensarlo.
Según el estudio, la franja de edad que dispara el gasto familiar es la de los hijos quinceañeros, que cada vez consumen más productos informáticos y tecnológicos (la manera fina de llamar a las play stations, mp3 y demás artilugios), compran más ropa y de mejores marcas, salen por ahí y consumen, en general, más de todo.
Pero el mencionado estudio tiene trampa. Junto a todos estos aspectos materiales, cuantificables (pañales, guardería, juguetes, educación, ropa, ocio, etc.), no se hace ninguna mención a lo que de verdad importa en la relación entre padres e hijos. No se habla del pan que los niños traen bajo el brazo: ese beso, esa caricia, esa sonrisa, los Reyes Magos, las alegrías que dan, esa broma, la inyección de ilusión y optimismo que supone ser padre o madre, los nuevos retos, la fuerza creadora y tantas otras cosas.
Eso sí, este pan debajo del brazo que trae un hijo, también trae consigo las noches en vela cuando son pequeños ¡y cuando son adolescentes!, las preocupaciones, los sinsabores, los disgustos, los problemas… Y, con todo mi respeto hacia quienes no tienen hijos (entre ellos algunos de mis mejores amigos), incluso esto que puede parecer negativo, te hace más madura, más tolerante, más flexible, más responsable, incluso más competente emocional y socialmente.
Todas estas cosas se olvidan a la hora de calcular el precio de un hijo, porque, en realidad, un hijo no tiene precio.