Acaba el verano, todos estamos volviendo al trabajo y una de las preguntas inevitables estos días es “¿qué tal las vacaciones?” Esto suele dar lugar a un relato más o menos extenso de las maravillas o inconvenientes de las mismas. Cada uno piensa que lo suyo es lo mejor y por eso lo pondera tanto. No falta quien cuenta las excelencias del crucero, aunque haya estado en un camarote sin vistas al mar, o quien relata entusiasmado el nivel de la gastronomía de la zona, aunque estaba a pensión completa en el hotel, o quien nos cuenta la impresionante marcha nocturna del lugar, cuando, en realidad, a las once volvía aburrido al apartamento, o los que convierten el patín a pedales en un paseo en barca. También está el que hizo una paella para veinte que le salió de locura cuando la verdad es que eran doce y el arroz estaba pasado. Capítulo aparte son los que relatan sus ligues de verano, “nunca había estado con alguien así”.
Los hay también, aunque menos, que aumentan las desgracias, esos que cuentan que se les inundó todo y casi tuvieron que salir a nado de la tienda de campaña porque un día se les mojó la colada con las cuatro gotas que cayeron.
Y es que todos los veranos pasa lo mismo. Nos amenazan con la exagerada plaga de medusas en el Mediterráneo –llevo no sé cuántos años veraneando allí y todavía no he visto ninguna- o nos previenen contra inmensas olas de calor que nunca llegan. Sin ir más lejos, este agosto han exagerado disparando todas las alarmas por lo que resultó ser un pobre tiburón inofensivo y malherido en las playas de Tarragona.
Convivimos con las exageraciones en el día a día, en expresiones cotidianas como “me muero de calor” o “cayó el diluvio universal”, pero las peores son las de la política –que está llena de exageraciones-, porque esconden la intención de manipular. El verano es una época más propicia para las exageraciones; los que necesitan tener algo nuevo y llamativo que contar a la vuelta, pueden, sin testigos, chulear todo lo que quieran. ¿Quién no exagera? Exageramos para hacer gracia, para llamar la atención o para hacernos los interesantes, o incluso para dar lástima por lo que en realidad fue ese pequeño inconveniente. Por alguna razón, se llevan la fama los cazadores y pescadores: que si he visto cuatro ciervos de quince puntas, que si la trucha pesaba trece kilos…
Nos gusta exagerar. Es la manera de que las cosas intrascendentes parezcan importantes. Si no, todo sería insoportablemente aburrido. ¡Cómo será, que cuando de verdad contamos algo fuera de lo normal tenemos que añadir “y no te exagero nada”!. El que esté libre de darse importancia de vez en cuando, que tire la primera piedra. Seguro que más de una vez pensaremos estos días, cuando nos cuenten las excelencias o las penurias de las vacaciones de verano que “no será para tanto”.