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Mayte Ciriza

Que quede entre nosotros

Insultante

“¿Insultarías a tu propio hijo?”. Con este lema en su camiseta salta al campo un cordobés, Ángel Andrés Jiménez, que arbitra en equipos juveniles y cadetes en la Costa del Sol. Por si fuera poco, pone en el campo una pancarta en la que pide “No más silencio ante los insultos”, que se refiere a lo que suele ser habitual en las gradas.

Cuando vamos por la calle nos llama la atención una discusión acalorada por una plaza de aparcamiento, o el lugar en una fila de espera, pero esto no es nada comparado con las imágenes que se ven en los telediarios de peleas nocturnas entre pandillas a las puertas de las discotecas o en medio de un botellón, y precisamente a consecuencia del mismo. Todo esto nos chirría, nos molesta y no nos parece bien.

En cambio, parece que aceptamos con toda normalidad los insultos en el deporte. No ya en partidos profesionales, sino incluso, y eso es lo tremendo, en los partidos que juegan los chavales los fines de semana. Parece, incluso, normal que desde la grada se pueda ofender, insultar, a ser posible al árbitro, cuestionando su virilidad o acordándose de su madre. Mientras no se llegue a la agresión física o mientras no se lancen cosas, se tolera el insulto. Y como encima se te ocurra mostrar cualquier signo de desaprobación, te pueden espetar: “¡¿pero es que no voy a poder decir lo que quiera, o qué?!”.

La línea que separa el insulto de la agresión física es mucho más delgada de lo que pensamos. Y de la misma forma que no toleramos la violencia física, no deberíamos tolerar la violencia verbal. Es falso eso de que se descarga adrenalina insultando desde la grada; al contrario, los insultos generan más irritación, no desahogan. Si uno se ha comportado como un energúmeno, en realidad se considerará a sí mismo como un energúmeno, no como un Gandhi. El que es un violento en la grada insultando, lo es fuera también, por no hablar de los insultos racistas.

A algunos habría que recordarles esto también cuando conducen. Hay una minoría que utiliza el coche como un arma. La mayoría de las personas no somos agresivas, de no ser así no podríamos salir a la calle, pero hay conductores que utilizan el coche como un símbolo de poder, desde donde acosar o insultar a otros conductores, más fácilmente si es a “otras conductoras”.

Lo más curioso de todo es que los chavales juegan más tranquilos en el campo y controlan mejor la agresividad de lo que lo hacen sus padres en las gradas. El afán por ganar “como sea” anula el aspecto formativo del deporte. Lo malo es que se imita lo que se ve. Por eso no hay que permitir los insultos desde las gradas y no hay que pasar ni una, pero ni una, a los deportistas profesionales, porque son modelo y referencia para millones de chavales. Hay que esforzarse en educar a los jóvenes en que el insulto es violencia. Y para que en el día a día haya juego limpio, hace falta un público menos insultante.

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Por Mayte CIRIZA

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