No había terminado mi santo de hacer la foto de rigor en la última comida familiar cuando ya estaban todos encima al grito de “a ver qué tal ha salido”, disputándose la cámara, y casi coreando “pásamela, pásamela”.
Desde que entra en el ascensor hasta que se cierra la puerta pasan cinco segundos, exactamente cinco segundos, pero el vecino le da sin parar al botón de cerrar las puertas. Me parto internamente de risa cuando, en ese momento, algo interfiere en el halo inferior de luz y vuelven a abrirse las puertas; entonces, es que ya no quita el dedo del botón.
Por no hablar del mando del garaje: ¿cuántas veces le damos, aunque con la primera ya se ha activado la apertura de la puerta? Lo mismo nos pasa con la velocidad de Internet: ¿a quién no le ha pasado que si una página de Internet tarda en abrirse un poco más de lo habitual, decimos inmediatamente que “va fatal”? Y, por si acaso, reiniciamos el equipo.
Podría llenar no sé cuántas páginas con ejemplos de situaciones cotidianas, normales y corrientes, en las que se pone de manifiesto que vivimos en un mundo sin paciencia, en un mundo donde todo tiene que ser inmediato, donde no podemos esperar. Podemos poner a prueba en el semáforo lo que digo: cuando el semáforo se pone verde, si tardas medio segundo en salir pitando, te pitarán todos los de atrás.
Lo queremos y lo queremos ya. Vivimos en una sociedad de impacientes y los jóvenes lo son especialmente. Una de las cosas que traerá esta crisis que atravesamos es que nos va a enseñar a ser pacientes. Precisamente la semana pasada leía una entrevista a Clint Eastwood (por cierto, no te pierdas su última película, “Gran Torino”, es obligatoria), en la que decía que hay que ser pacientes, “todos tenemos que tener paciencia”. Explica en esa entrevista, a propósito de la crisis, que “antes sólo contabas con el dinero que tenías en el bolsillo”, ahora, en cambio, con las tarjetas de crédito no tenemos que esperar a tener el dinero para conseguir esos zapatos o esa chaqueta de moda. No hemos sabido esperar, hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, y esto ha sido una de las causas de la crisis.
Hay que tener paciencia en las pequeñas cosas y en las importantes. Por ejemplo en la educación. Cuando se educa a un hijo, a un joven, hay que tener claros los objetivos, las metas, y tener a partir de ahí infinitas dosis de paciencia. Y es muy importante educar a los chavales en la paciencia, en la espera, en la perseverancia, en la tolerancia a la frustración. Ojo, que paciencia no es resignación. Tener paciencia es tener autocontrol, una de las cosas más importantes que hay que enseñar.
Mi abuela suele decirme “vísteme despacio que tengo prisa”, que es todo lo contrario de la impaciencia que lo intoxica todo. Lo que de verdad importa en la vida no se consigue sin paciencia. Para ir por la vida hay que tener mucha paciencia… pero eso sí, ¡tengámosla ya!