
Se empeñó en ser lo que no era. Lo llevó al extremo de querer cambiar el color de su piel, algo de lo que cada uno debe estar bien orgulloso. No pudo disfrutar de su infancia y cuando llegó a la edad adulta quiso ser lo que no había sido: un niño. El cine y la música nos fabrican y nos meten en el salón de casa ídolos infantiles que acaban siendo con el tiempo muñecos rotos. Lo acabamos de comprobar con Michael Jackson, pero hay otros muchos ejemplos, con distintos niveles de drama: desde la adorable niña de E.T, pasando por el niño que se quedaba sólo en casa, Macaulay Culkin (que por cierto compartía videoclip con Jackson en “Black or White”), hasta Haley Osment, el que en ocasiones veía muertos en “El sexto sentido”. Todos no han acabado así, claro, también los ha habido que se han rodeado de las personas adecuadas y han salido adelante con toda normalidad.
No me gustaban ni la vida ni el personaje de Jackson, pero hay que reconocer que era un icono para millones de personas en todo el mundo. Ha muerto a tiempo para alimentar el mito, porque de haber vivido más años seguramente se habría desmoronado su figura. Debutó con su familia siendo un niño, con sólo cinco años, y siempre bajo la férrea disciplina de su padre. Siempre bajo los focos y en el centro de atención, no pudo disfrutar de su infancia: los escenarios secuestraron su niñez. Por las noticias que llegaban de él, siempre me pareció una persona rara, extravagante e infeliz.
Al padre de Michael Jackson lo único que le importaba era el éxito de su hijo. No hace falta ser una precoz figura de Holywood ni una estrella mundial de la canción para tener una vida infeliz. El caso del cantante me ha hecho pensar en la presión a la que sometemos a nuestros hijos, a la que los somete la sociedad en general, no sólo los padres. Nos fijamos en los resultados, en el éxito final, más que en el esfuerzo realizado. En un chaval, en un niño, importa algo más que las notas. Decía Einstein que “la educación es lo que queda cuando se olvida todo lo aprendido en la escuela”.
No todo tiene que ser perfecto con los hijos; no es necesario que sean virtuosos de un instrumento musical y que, además, destaquen en un deporte. A veces tanto control, tanta supervisión, impide a los chavales desarrollarse: los padres proyectan en ellos lo que les gustaría que fuesen, a veces lo que les gustaría haber sido ellos mismos. Carl Honoré, uno de los referentes del movimiento “slow”, trata de todo esto en último libro, “Bajo presión”, en el que afirma que presionamos tanto a nuestros hijos que no les dejamos elegir su camino, y muchas veces acaban siendo infelices. Buscando el mayor éxito no siempre se encuentra la felicidad, cuando, en cambio, lo más importante para unos padres es que sus hijos sean felices: en nuestra sociedad se traslada el mensaje de que es más importante ser admirado que querido. Y es justo al revés.
Y es que cuando se alteran los valores, es cuando todo se torna confuso, cuando la vida se ve borrosa sin distinguir, como dice la canción de Michael Jackson, si algo es “negro o blanco”.