Todos los días nos equivocamos, tanto en lo personal como en lo profesional. Otra cosa es que a nadie le guste reconocerlo. En lo personal no resulta difícil pedir perdón cuando te has equivocado o cuando has hecho daño a la otra persona; aunque siempre están los soberbios, los que tienen un ego desmedido, los creídos, los prepotentes, que no saben mirar más allá de sí mismos, que piensan que nunca se equivocan y que desprecian olímpicamente a los demás. La soberbia es uno de los enemigos del perdón.
Una disculpa sincera es una muestra de humildad y de acercamiento al otro. No hay que confundir esto con la pérdida de autoestima, ni con tener confianza y seguridad en nosotros mismos. No somos menos por reconocer un fallo, al contrario, el reconocer un defecto o un error es el primer paso para combatirlo. Todo el mundo que mantiene una relación de pareja o amistades duraderas, si echa un vistazo comprobará que ha pedido perdón muchas veces y, lo que es tan importante como lo anterior, que ha sabido perdonar.
Sin embargo, esto que sucede en las relaciones personales no ocurre en las relaciones profesionales con los ciudadanos, ya sean servicios públicos o privados, en los que la soberbia está a la orden del día. Pocos admiten sus fallos o sus errores, quizá porque piensan que eso puede suponer un desprestigio. No sólo políticos, médicos o jueces, también profesores, policías, o abogados, nunca se equivocan. ¿Cuántas veces hemos oído en el ejercicio de una profesión decir “lo siento”? (de una forma sincera, porque hay mucho falso por ahí suelto).
Esta semana empezaba con un “error terrorífico”, al menos reconocido por los directivos de un Hospital de Madrid, que ha supuesto la muerte del pequeño Rayan, hijo de la primera víctima de la gripe A en España, Dalilah Mimuni. ¿Cuántos médicos dicen “me he equivocado, lo siento”? Pasa con todas las profesiones: ¿en cuántos talleres reconocen que se han equivocado y no han arreglado en fallo del motor? Si todos admitiesen errores con más naturalidad y más normalidad, entre otras cosas, se iría menos a los juzgados.
Aceptamos los fallos porque, al fin y al cabo, errar es humano, pero no aceptamos ese gran fallo que es la soberbia. Pedir perdón nos humaniza a todos y el reconocer los errores tiene otra ventaja, que aprendes de ellos, mientras que la soberbia no nos enseña nada, al fin y al cabo el soberbio ya se lo sabe todo. Lo que resulta imperdonable son esos tipos que son incapaces de bajarse del pedestal y quitarse los aires de grandeza.
Otro de los enemigos del perdón es el odio. El odio esclaviza y hace muy infeliz, pero que muy infeliz, a quien lo alberga. Carcome y devora por dentro, y se acaba volviendo contra uno mismo. Por eso las personas felices suelen tener mala memoria para los agravios.
Una de las cosas más difíciles que hay es perdonarse a sí mismo, pero lo que de verdad es imperdonable es no pedir perdón y no aprovechar las ventajas de decir “lo siento”.
