Comienzan las clases y comienzan las series de televisión (en verano se van también de vacaciones). Como si fueran una asignatura más del inicio de curso, aunque con horario nocturno, para que al día siguiente los chavales se levanten bien cansados.
Todos los comienzos de curso asistimos al debate sobre la educación, se pide un gran pacto por la educación –que nunca llega-, la sociedad en su conjunto se alarma por la falta de autoridad de los profesores, los medios de comunicación editorializan sobre el fracaso de nuestro sistema y nos ofrecen unos datos muy preocupantes sobre el fracaso escolar y la calidad de la enseñanza en España. Pero no hacemos ni caso de esas grandes educadoras de nuestros hijos que son las series de televisión para jóvenes. Los productores, directores y guionistas de estas series son los competidores directos de padres y de maestros.
Series que les enganchan, les fascinan, les marcan la moda, los comportamientos e incluso las expresiones que utilizan. No quiero decir que todas sean nocivas, pero merecen una atención que no les prestamos y, desde luego, no todo debería valer en ellas.
“Física o química” o “90, 60,
El esquema de convivencia familiar que aparece en estas series es la bronca permanente: todo se plantea en clave de conflicto y, claro, todo lo que se ve, es imitable. Se desautoriza a las figuras paternas, a esta generación de padres confusos y bienintencionados que no juegan ningún papel en el universo televisivo de las series de ficción y que, en muchos casos, juegan un escaso papel en el universo educativo de sus hijos.
Estos modelos de adolescentes que aparecen en las series de televisión, como escribía hace poco José Antonio Marina, no son copia de la realidad, están creando una realidad distinta. Una falsa realidad en manos de unas cadenas de televisión que parecen olvidar eso que llamamos la educación de nuestros jóvenes. Por eso quizá también sea importante en este país no sólo un pacto por la educación, sino también un debate serio y un pacto ético sobre las series.
