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Mayte Ciriza

Que quede entre nosotros

Low cost

Me contaba una buena amiga que por primera vez en su vida había madrugado para ir de rebajas. No es que antes fuese manirrota, ni alocada, ni compradora compulsiva, pero sí que era de las que evitaba las aglomeraciones del primer día de rebajas y era de las que no comparaba el precio de un producto en dos tiendas. Por eso, cuando me contó que había estado mirando en varios sitios y que había retrasado las compras de Navidad hasta después de Reyes para obtener descuentos, pensé que verdaderamente algo estaba cambiando.

 

De todas formas, me decía que necesitaba salir a comprar, darse un respiro después de varios meses sin hacerlo por el miedo y la desconfianza. Y es que comprar tiene mucho que ver con el estado emocional, tanto individual como social. De hecho, el tremendo bajón del consumo en España está unido a la crisis colectiva (casi 5 millones de parados) y a la crisis personal, de confianza, que anida en casi todos, de forma que incluso quienes tienen medios y no han perdido poder adquisitivo tampoco consumen, porque este miedo se ha instalado en la sociedad y en cada uno de nosotros.

 

Ahora bien, ni una cosa ni otra; es verdad que con la crisis ya no consumimos de la misma manera que antes, sino de forma más reflexiva y más inteligente, comparando precios y prestaciones. Antes había una brecha entre lo que creíamos que necesitábamos y lo que de verdad  necesitábamos, ahora esa brecha se ha reducido. De hecho hay una nueva especialidad en auge: la neuroeconomía, que demuestra que la emoción está por encima de la lógica a la hora de adquirir un producto. Y por fin nos hemos dado cuenta de que se puede disfrutar, salir a cenar, comprarse ropa, viajar, sin tener que dejarte el sueldo en ello.

 

Todo se ha redimensionado y ya no estamos dispuestos a pagar barbaridades por cosas que no lo merecen. Hasta hace poco, comprar de saldo estaba relativamente mal visto. Ahora lo que está mal visto es no hacerlo y fardamos de haber encontrado un vuelo baratísimo o una ganga. Pero esto que se llama “bajo coste” no tiene que suponer menos calidad, ni ser sinónimo de cutre; antes se identificaba con mal servicio, pero de lo que se trata para quien ofrece el bajo coste es de reducir márgenes o eliminar lo superfluo (la comida y la bebida en el avión). Es decir, menos precio y misma calidad. Y creo que todavía falta por desarrollar este nuevo escenario: ¿por qué no aplicar más la oferta “último minuto”? Por ejemplo, a esas dos entradas de cine que quedan vacías en una sesión muy demandada, o a esa fruta que está a punto de perderse. En cualquier caso, no solamente hemos descubierto la felicidad del consumo en el “bajo coste”, sino que parece que ha llegado para quedarse esta cultura del “low cost”.

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Por Mayte CIRIZA

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enero 2012
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