Los hemos visto en las clases en el colegio, eran los que se chivaban a la seño (en aquellos tiempos era la seño) de quién había tirado la tiza o el papel. O el que siempre se ofrecía voluntario para vigilar la clase cuando la profesora tenía que ausentarse un momento, y al volver le decía quién había hablado (aunque fuera una palabra y por lo bajinis). O el que siempre se ofrecía voluntario el primero para hacer cualquier encargo o recado. Era el pelota de la clase, una figura que acabábamos soportando, resignados.
Los pelotas se dan en todos los ámbitos y épocas de la vida, pero sobre todo en el trabajo. En general son bastante inútiles y quieren compensar su ineficacia con el peloteo, porque viven gracias al ego de los jefes y, además, es su mejor baza a la hora de trepar. Pero no olvidemos que si los pelotas existen es porque hay jefes que los permiten, que los toleran y que los alimentan. Y es que un pelota alrededor sube mucho la autoestima, lo malo es que para quien toma decisiones son peligrosos porque si no cuestionan nada de lo que dice el jefe le acaban llevando al error o al fracaso. Por eso, el mayor peligro no está en los pelotas, sino en que el jefe se crea sus halagos, en que haga caso a estos aduladores. Es lo mismo que el cuento clásico de Andersen, “El traje nuevo del emperador”, en el que todos le decían al emperador lo elegante que iba, cuando en realidad estaba desnudo.
Cualquier decisión que se toma en una organización (como en la vida misma) nunca gusta a todos, es imposible, como es imposible llevarse bien con todo el mundo. En la vida diaria sólo me fío de aquellos que alguna vez me dicen que me estoy equivocando. Leía hace poco en una entrevista a un famoso investigador que contaba no admitir en su equipo a quienes le dicen siempre que sí a todo. Aunque tan peligrosos como los pelotas son los que permanentemente ponen pegas y dicen que no a todo, los “Doctor No”, los que están siempre negativos y nada les parece bien.
Una cosa es intentar ser agradable, amable y colaborador (esto es muy necesario en cualquier organización), y otra ser de los que nunca discrepan, de los aduladores profesionales, de los que siempre le ríen los chistes al jefe aunque sean pésimos, de los que viven de adorar el ego del que está por encima para ocultar su inutilidad o para trepar.
Algo parecido me pasaba a mí hace unos días: “Me encantan tus artículos de los domingos, Mayte, todas las semanas te leo”. Como aquel señor pretendía ser amable no me atreví a decirle que publico los miércoles, y cada dos, ni siquiera todas las semanas. En qué hora no le dije nada, porque al minuto siguiente estaba pidiéndome un favor imposible (después de esto no sé si alguien va a decirme algo de los artículos). Una cosa es querer agradar sin más –aunque metas la pata- y otra muy distinta los que intentan conseguir algo por pelotas.