Mi infancia son recuerdos de veranos en Tormantos y un río claro, el Tirón, donde cogíamos cangrejos. Los preparaba mi abuela Pilar con una fritada de chuparse los dedos, literalmente, y cuyo sabor recuerdo todavía (“vosotras estudiad, que no tengáis que depender de nadie” nos repetía). Durante todo el curso esperábamos con ansiedad el momento de que acabaran las clases para ir al pueblo. El verano era estar en la calle, ir en bici por los caminos, comer en el árbol las manzanas reinetas de sabor ácido, subir a la morera y ponernos, cómo no, morados de moras, el verano era construir cabañas en las choperas… El verano era una sensación única, infinita, de libertad.
Nos bañábamos en unas pozas del Tirón, con zapatillas en los pies para no resbalar en las piedras y vaya alboroto cuando aparecía una culebra de agua. Guardábamos el mejor vestido para los días grandes de fiesta, la Virgen y San Roque, y dedicábamos esa mañana a acicalarnos para ir a la misa y a la procesión.
Íbamos en bici o andando a las fiestas de Herramélluri o a las de Leiva, allí nos quedábamos a comer y a cenar en casa de los primos de mi madre (Gerardo, Javi, Isabel…). A Santo Domingo nos tenían que llevar en coche. Por la noche, encima del remolque de un tractor, las orquestas tocaban Formula V, Los Brincos, Nino Bravo, Peret, las rancheras de siempre. Los chicos esperaban que llegase el “agarrao” para pedirte bailar. Algún fin de semana venían amigos de Logroño, de esos que no tenían pueblo.
Recuerdo todo esto al leer en este nuestro periódico un reportaje el pasado domingo sobre la vuelta a los pueblos en verano. Imagino que parecidas sensaciones vivirán estos días los chavales en nuestros pueblos. Me parece maravilloso que esto no se haya perdido. Experiencias únicas, una riqueza intransferible, algo que te alimenta luego durante todo el curso. ¡Y el mérito que tienen los que viven durante todo el año en estos pueblos y los mantienen vivos!
Escribió el poeta Rilke que la verdadera patria del hombre es la infancia. Cuantos más años tengo, más de acuerdo estoy. Una infancia (y adolescencia) también de olores. El del trigo recién cosechado, el de la hierbabuena en la ribera del río, el de los pimientos en la mata, el de la miel de mi abuelo Pedro, el del gasoil de los tractores.
Pensábamos que no íbamos a crecer, Teri, pero crecimos. Recordando a Wordsworth, aunque nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, perdura siempre en el recuerdo la belleza de los veranos de pueblo.
