Al acabar el curso, si me quedaba en Logroño, tenía que hacer siempre un rato de deberes por la mañana. En verano adoraba ir a Tormantos con mis abuelos, entre otras cosas, porque no me ponían deberes en todo el día, y eso que mi abuelo era maestro.
No recuerdo el detalle de los cuadernos repetitivos, aburridos, monótonos y sin creatividad de los deberes de verano, aunque doy por hecho que algo aprendí y afiancé en esas tareas. Pero sí recuerdo, y con qué emoción, cuando mi abuelo nos llevaba a ver las colmenas, a coger los tomates en el huerto –y nos explicaba lo que cultivaba y la época de cada cosa-, las excursiones en bici a Leiva y a Herramélluri, hojear los fascinantes atlas y los libros de ciencias naturales y, a falta de móviles e internet, las historias que nos contaban por la noche.
Me viene todo esto a la memoria cuando leo que un profesor italiano se ha hecho famoso en las redes sociales y en los medios de comunicación por sus originales propuestas para las vacaciones. Cesare Catà ha sugerido varias tareas (que, por cierto, tendrían que ser de obligado cumplimiento para todos, no solo para los escolares): recomienda pasear por el mar o el campo y pensar mientras en las cosas que más felices nos hacen. Pone como deber de verano utilizar palabras nuevas porque cuantas más cosas seamos capaces de expresar, más lograremos pensar, y cuanto más pensemos, más libres seremos.
También recomienda leer tanto como se pueda, pero no listas obligatorias, leer porque es la mejor forma de rebelión que existe. Otra de las tareas que pone es estar con los amigos, con los que te aprecian por lo que eres. Entre otras cosas propone hacer todo el deporte posible, bailar sin sentir vergüenza por ello, ver películas (mejor en versión original), ser bueno y amable, expresar los sentimientos, no darse nunca por vencido, mirar el amanecer en silencio y no perderse las noches estrelladas de verano, sin hacer otra cosa que mirar al cielo.
Resulta que lo que ahora se reivindica como una innovación en vacaciones era lo que hacíamos en aquellos veranos, tan creativos: ir al campo, jugar sin hora fija, aburrirse hasta inventar, leer lo que nos apetecía, explorar con entusiasmo. Años después me he dado cuenta de que precisamente porque mi abuelo Pedro era maestro no nos ponía a hacer cuadernillos de verano, porque disfrutar de la alegría y de la fuerza vital de las vacaciones son los mejores deberes para el verano.