Me produce admiración que Amancio Ortega haya donado la semana pasada 40 millones de euros para la lucha contra el cáncer. Aún recuerdo la que se organizó cuando entregó 20 millones de euros a Cáritas, y la feroz retahíla de críticas por parte de unos cuantos. En lugar de animar a seguir el raro ejemplo en nuestro país de donaciones de este tipo, algunos se dedicaron a poner en cuestión, en los medios y en las redes, el trabajo de este hombre y de su empresa. Si no hubiese entregado ese dinero, no le habrían criticado como lo hicieron. En cualquier otro lugar esto habría sido objeto de reconocimiento; en el nuestro, todo lo contrario, y por envidia, porque aquí no se perdona el éxito, una muestra más de que la envidia es uno de los motores sociales en nuestro país.
Al que triunfa en la vida se le envidia, cuando lo que hay que hacer es admirarlo. Pero, claro, la admiración es un sentimiento muy difícil, no se nos enseña a aplaudir lo bueno e intentar imitarlo. La excelencia en lo que se hace no acaba de estar bien vista, y el igualitarismo mal entendido impide la admiración por la excelencia. La envidia es una emoción negativa provocada por un fracaso, el de no haber conseguido lo que el otro ha logrado. Por eso se minusvaloran los méritos ajenos con “no es para tanto”, “eso lo puede conseguir cualquiera” o “es una cuestión de suerte”.
La envidia ataca a todo el mundo, no tiene edad, sexo, religión ni clase social. ¿Cómo evitarla? Lo que hay que fomentar y cultivar es la admiración, reconocer lo que otros consiguen con su esfuerzo y su trabajo. Un gran triunfo suele llevar detrás un gran sacrificio. Además, si admiramos lo bueno que hacen otros, empezamos a cultivarlo en nuestro interior, y si somos capaces de admirar, lo seremos también de construir. En cambio, si hay algo destructivo, es la envidia.
Si uno piensa que es feliz, es la prueba de que es feliz. La envidia, en cambio, te quita la felicidad, y en la vida, de lo que se trata es de acumular momentos felices. Por eso el envidioso es, por encima de todo, infeliz, desgraciado, no perdona el éxito de aquéllos a los que conoce, no soporta el entusiasmo de los que le rodean, no aguanta que alguien destaque o sobresalga, siempre está al acecho para difamar, para calumniar, para afear cualquier logro o conducta ajenas.
Detrás del envidioso hay alguien inseguro, con un sentimiento de inferioridad, que no es capaz de reconocer sus propias limitaciones, cuya única manera de sobresalir es evitar que los demás brillen, y aplica ese principio que para más de uno es un mandamiento: “si yo no puedo, tú tampoco”.