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Mayte Ciriza

Que quede entre nosotros

Ridículo

Después de la cena fuimos a un karaoke, y aunque era la primera vez que íbamos a una cosa así y al principio nadie del grupo se atrevía a salir al escenario, después a algunos no había manera de sacarlos de allí (como a mi santo, que esa noche se descubrió todo un experto en Raphael). Vuelvo a ver los vídeos que grabamos con el móvil y me pregunto ahora cómo es posible que hiciéramos el ridículo de esa manera. Claro, que eso me lo parece ahora, porque aquella noche lo pasamos genial. Hacer el ridículo de vez en cuando y reírse de uno mismo es sanísimo, como recomendaba en sus clases mi querido compañero de columnario y antiguo profesor, Félix Cariñanos.
Otra cosa muy distinta es hacer el ridículo sin querer hacerlo, como cuando pretendes contar algo gracioso pero nadie se ríe, o cuando le pregunté a la amiga de mi prima que para cuándo le tocaba dar a luz y me dijo muy seria que no estaba embarazada.
En televisión no faltan los programas en los que aparece gente haciendo el ridículo. Alguno se titula incluso así, “Vergüenza ajena”, donde seleccionan vídeos virales de internet. A la mayoría nos da miedo hacer el ridículo, ese miedo a no estar a la altura de lo que los demás esperan de nosotros es muy frecuente. Para vencerlo es muy importante ser natural y nunca darse demasiada importancia, porque el miedo al ridículo puede llegar a ser muy paralizante.
Me llama la atención, en cambio, el poco miedo al ridículo que hay en política. Las campañas electorales son momentos muy propicios para hacer el ridículo porque los candidatos sobreactúan. Pero el ridículo en política no solo está en las campañas, sin ir más lejos, hace pocos días, Puigdemont nos obsequió en Bruselas con uno de esos momentos de vergüenza ajena en un acto de su propaganda independentista al que solo fueron ellos mismos, sin que fuera recibido por ningún representante institucional europeo ni siquiera de medio pelo.
El lenguaje políticamente correcto resulta muchas veces ridículo. Me enviaban hace unos días un guasap en el que llega un niño a casa y le dice a su madre: “mamá, mamá, en el que colegio me llaman ridículo”; la madre le pregunta: “¿y quién te lo llama, hijo mío?”; y el chaval contesta: “todos y todas mis compañeros y compañeras”.
Y es que hay que diferenciar muy bien cuándo uno hace el ridículo sabiendo que lo hace para divertirse y cuándo lo hace sin pretenderlo, que eso es lo malo, porque ahí se quedan. Porque, como decía aquel, se vuelve de cualquier sitio menos del ridículo.

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Por Mayte CIRIZA

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