Que los hombres no lloran, que las rubias son tontas, que las mujeres no saben aparcar o que mujer tenía que ser, seguro que lo hemos oído más de una vez (y alguno seguro que lo ha dicho alguna vez). Vivimos en medio de ideas prefijadas, de estereotipos que parece que los lleváramos de serie, que están en el ambiente y en nuestro cerebro.
No sólo los hay de género, como los anteriores, sino muchos más. Si nos quedamos en España, los de una región son brutos, otros son tacaños, en otra son vagos y juerguistas, los vecinos son testarudos y cabezotas, otros chulos, y así. No hace falta poner la región o comunidad autónoma, seguro que ya se la hemos adjudicado a cada uno.
Si los estereotipos regionales dan mucho de sí, más aún los nacionales: los franceses son chovinistas y vanidosos; los italianos, seductores; los alemanes, cuadriculados; la flema es inglesa; y nosotros pasamos por vagos (que se lo digan, si no, a Angela Merkel) y por orgullosos (se utiliza por ahí el dicho “eres orgulloso como un español”).
La cosa es más importante de lo que parece. Los prejuicios hacen mucho daño y tienen muchos y serios efectos secundarios. Si un hombre toma una caña al salir del trabajo con su jefe, es normal y está trabajando; pero si es una mujer uno de los dos, es porque hay algo entre ellos. Los estereotipos influyen e incluso cambian nuestra conducta, como la señora mayor que se agarra el bolso con fuerza cuando pasa cerca de ella un inmigrante de piel oscura. Recuerdo que mi santo me contó en su momento que en un encuentro de asociaciones gitanas se fue la luz y uno de los gitanos organizadores bromeó con el cliché que de ellos se tiene, diciendo: “vigilen las carteras que somos gitanos”. En este caso se lo tomaron con humor.
Hay quien tiene prejuicios hasta por el nombre, sobre todo si es de chica. Te puedes llamar Pachi, Paco, Pepe, Nacho, Chema, Toño o Tito, y presentarte a las elecciones, pero no te puedes llamar Cuca. Por lo visto, el nombre de una candidata lo tienen que elegir ellos.
Quien sigue el tópico es un simplón, literalmente. El cerebro simplifica sus operaciones con estereotipos, es una manera de organizar la información de forma más rápida, y así, cuando conoces a alguien, nos bastan unos segundos para clasificarlo y colgarle una etiqueta según su sexo, su acento, su ropa, su color de piel o sus rasgos. Tendemos a favorecer a los que son como nosotros, y rápidamente confiamos en ellos, y, al revés, desconfiamos de aquellos a los que encasillamos en un grupo distinto. Cada uno de nosotros se mueve cada día con un montón de prejuicios, no es fácil erradicarlos, pero no hay que conformarse, porque sus efectos secundarios están en la base de la discriminación y de la intolerancia. Por eso hay que evitar por todos los medios el peligroso virus de los clichés.
