Me contaba el otro día una amiga, a propósito de “fíjate cómo es la gente”, que una tarde del verano pasado, a la hora de la siesta, mientras disfrutaba de sus vacaciones en su casa de Arnedo, se le plantó una vecina con los dos hijos pequeños (de 8 y 4 años, edades de las que hay que estar al tanto), y se los dejó a pasar la tarde en la piscina hasta la hora de cenar, en que regresó a por ellos. Me decía que no daba crédito, porque una cosa es que la madre se hubiera quedado con los niños a darse un baño, y otra que se los hubiera emplumado tan descaradamente y sin tener tanta confianza para ello. Así que, a partir de entonces estaba alerta por si volvía la vecina, y tenía preparada una lista de excusas para que no se los volviera a emplumar (como así fue).
Lo mejor fue que todos empezaron a contar historias parecidas; a más de uno les habían recolocado por sorpresa hijos de conocidos, sin capacidad de reacción, y en general todos conocíamos a alguno que se las arregla para no pagar la ronda cuando se sale por ahí (por eso lo mejor es poner siempre bote). A otro, un vecino con el que tenía el trato justo le había dejado una jaula con dos periquitos durante los diez días que se habían ido de vacaciones, y tuvo que comprar hasta el alpiste.
No lo hacen de forma consciente, no lo hacen adrede, no se dan cuenta de la cara que le echan al asunto. Una cosa es hacer un favor, que está basado en la confianza, y otra cosa es el que por sistema abusa, porque no tiene muy claro el límite entre una relación sana de vecindad, de compañerismo o de amistad, y el aprovecharse de los demás.
Y no me refiero a los listos de turno o caraduras sociales (el que se salta la cola de la compra, el que pide un combinado en una ronda de vinos o los que aparcan en las plazas de minusválidos). Ni me refiero a esos que abusan del sistema de forma fraudulenta, como por ejemplo los de las bajas ficticias, los que utilizan al abuelo para conseguir los medicamentos gratis, los que cobran el paro y trabajan a la vez…
Me refiero al día a día de las relaciones personales, esas en las que se produce el abuso de confianza. Lo malo de esto es que se corre el peligro de parecer insociable cuando se cuentan estas cosas, pero, ¿a quién no le ha pasado algo así con un amigo o conocido aprovechado? De los que, cuando se van, pensamos de ellos -aunque no nos atrevemos a decírselo- “pero, ¡qué morro!”