Hace unos días se me acercó el familiar de un vecino, al que veo como mucho una vez al año y en vacaciones, de unos setenta años, y después del “Hola, ¿qué tal?” me espeta, sin más, y con el tono más normal del mundo, como si tal cosa: “¡Tengo un calor! Es el primer día que me pongo calzoncillos en todo el verano, así que estoy cocido”. Cocido o escocido, no sé cómo acabaría.
El verano es antiestético de por sí, las indumentarias, el sudor… Antiestético y antierótico, porque el erotismo más que en el cuerpo desnudo está “en un pliegue de tu talle” (que diría Serrat). El vecino de los jueves ha diseccionado con su doctoral bisturí los cuerpos y atuendos veraniegos, parece como si, a veces, ese despojarse de la ropa y mostrar los michelines y las miserias corporales supusiera despojarse también de las normas básicas de urbanidad y de la buena educación. Y no por llevar calzoncillos o no (y por contarlo), sino, por ejemplo, por esa música a todo volumen que ponen algunos, el de la moto que pasa justo cuando te has dormido (¿por qué la policía no hace cumplir la normativa al respecto?), o los que parece que no saben estar en la piscina sin gritar: gritan al tirarse al agua, gritan al salir, gritan mientras bracean; da igual la hora, ya pueden ser las 4 de la tarde de un domingo de agosto, que hablarán a voz en grito para que nos enteremos de las tonterías que dicen mientras se bañan.
En verano estos y otros comportamientos se ponen especialmente al descubierto. Durante el resto del año tenemos nuestras rutinas, nuestros circuitos de trabajo y de relaciones sociales, una serie de convenciones que disimulan, al parecer, la verdadera forma de ser. Ya escribió Quevedo que “no debe mostrarse la verdad desnuda, sino con camisa”, y unos cuantos parece que necesitan llevar una camisa para respetar las reglas más elementales de convivencia.
Supongo que el culto a la vulgaridad que se propicia tanto en televisión es modelo para muchos de sus espectadores, que reproducen los comportamientos de tertulianos zafios que participan a gritos en debates soeces e insustanciales. Cómo será la cosa que la estrella de los programas televisivos de la zafiedad, Belén Esteban, saltó el pasado domingo a la portada del diario francés Le Monde. Según la redactora gala “todo un fenómeno en España, a pesar de su grosera forma de hablar y de sus maneras rudas”, lo malo no es solo que seamos noticia internacional por esto, sino que si es “la reina ibérica de los talk show”, no es “a pesar de”, sino me temo que precisamente gracias a su grosería.
Habrá que esperar al comienzo de curso para que la vulgaridad vuelva a sus cuarteles de invierno y las rutinas oculten la zafiedad. El BCE puede rescatarnos un día de estos, pero de la zafiedad, de la grosería, de la vulgaridad, de la chabacanería, de programas como “Sálvame” ¿quién nos rescata? 