“Este chico tiene que seguir estudiando”, les dijo mi abuelo Pedro, maestro en Tormantos, a los padres de Miguel Ángel. Los padres lo querían mandar a trabajar al campo, como el resto de la familia, al acabar la educación básica allá por los años sesenta, pero gracias a la insistencia del maestro lo mandaron a estudiar “a la capital”. Miguel Ángel tiene 61 años, es ahora médico, máster en Dirección de Empresas y Dirección Hospitalaria y es el superior en España de la orden de los Hermanos de San Juan de Dios.
Miguel Ángel es, digamos, el jefe –además de amigo- de Miguel Pajares y de Manuel García Viejo. Los dos eran miembros de la orden de los Hermanos de San Juan de Dios, los dos sanitarios (enfermero el primero y médico el segundo), los dos misioneros durante toda una vida en África, los dos trabajando en hospitales en la zona cero del ébola, los dos muertos por esa enfermedad. Miguel Pajares nos impactó más; era el primero y era agosto. A Manuel se le ha enterrado la semana pasada como si tal cosa.
Como Miguel y Manuel hay muchos más misioneros españoles llevando a cabo una labor heroica en medio de las enfermedades y la miseria más absoluta. Los que sufren esa pobreza y esas enfermedades eran los suyos, como escribió Pablo Neruda: “¿Quiénes son los que sufren? / No sé, pero son míos / No sé, pero llaman / y me dicen “sufrimos”.
Las crisis humanitarias colocan ante nuestros ojos lo peor de la condición humana, sin embargo también nos permiten descubrir lo mejor de ella: la compasión, la caridad, la solidaridad, el amor, el compromiso.
Nos sentimos muy orgullosos de los deportistas españoles que triunfan por todo el mundo, de los empresarios españoles que llevan nuestras empresas por tantos países, de los científicos españoles que ganan premios internacionales, y eso está bien, yo me siento muy orgullosa de todos esos compatriotas que son un ejemplo de trabajo, de esfuerzo y de éxito. Pero lo que hacen estos misioneros y cooperantes me conmueve profundamente y me hace sentirme especialmente orgullosa de ellos.
No suenan himnos ni se izan banderas cuando salvan vidas, no obtienen fama ni lo que entendemos por éxito, no sabemos cómo se llaman hasta que se contagian y mueren de ébola. Fueron donde más falta hacían, al corazón de las tinieblas. Cada vida que salvaron, cada madre a la que ayudaron a dar a luz, cada anciano al que paliaron su sufrimiento final, cada persona a la que ayudaron en el hospital fueron sus medallas, su fama y su éxito. Lo dieron todo para que el mundo fuera un poco mejor. Hasta el final. Ellos sí que hicieron suyo lo que decía Teresa de Calcuta, que “hay que dar hasta que duela, y cuando duela dar todavía más”.
