“Ese portugués, hijoputa es” (a Ronaldo); “Madrid y Español, la misma mierda son”; “puta Barça, puta Cataluña”; o “ser del Barça es, ser un subnormal” lo he escuchado en los pocos partidos de fútbol a los que he ido. No soy aficionada, pero he asistido a algún partido por acompañar a mis hijos, y me ha sobrecogido el nivel de insultos en los estadios.
Nunca podré entender cómo miles de personas gritan a coro un insulto a un árbitro o a un jugador del otro equipo. Como no me interesa lo que sucede en el campo de fútbol, y a mi edad ya no me llaman la atención los futbolistas buenorros, sino los tipos interesantes (como mi santo), me entretengo con el espectáculo de la grada y la transformación de algunos humanos en energúmenos vociferantes. En uno de los partidos estaba cerca del banquillo y pude ver cómo dos tipos se dedicaban a acordarse de la madre del entrenador del equipo visitante durante todo el partido, sin parar, ¡durante todo el partido! Yo los habría echado del campo.
Se ha avanzado en acabar con las pancartas y gritos racistas en los estadios, pero los campos de fútbol siguen siendo un espacio para el linchamiento verbal a cargo de una masa en la que desaparece el propio yo. Alguien que nunca haría eso de forma individual, se identifica con el griterío insultante de la grada.
El país entero se ha quedado impactado por el asesinato, hace diez días, de un hincha radical del Coruña a manos de los seguidores también radicales del Atlético de Madrid. Me pregunto qué hay en las mentes de esos individuos para quedar a pegarse (en secreto, para que no se entere la policía) un domingo por la mañana (con la de cosas que se pueden hacer un domingo por la mañana), porque hay un partido de su equipo de fútbol horas después. En cualquier caso, esto ha vuelto a poner de manifiesto la existencia de grupos radicales y violentos en los estadios, y estos días se ha demostrado que en demasiadas ocasiones amparados por las directivas de los clubes. Solo el Madrid y el Barça han atajado hasta ahora de raíz a los ultras. Espero que lo que ha pasado sirva para que haya de verdad mano dura con los radicales en el fútbol.
Pero no solo se trata de echar a los ultras de los estadios, sino de evitar la violencia verbal en los mismos. La secuencia está clara: primero se insulta y luego se pega. Tampoco se trata de que se coree amorosamente el nombre del árbitro o de cantar “tigres, leones, todos quieren ser los campeones”, pero que nombren –para mal, claro- a la madre de los jugadores del otro equipo tendría que ser objeto de sanción, como lo son los gritos o manifestaciones racistas. El primer paso para erradicar la violencia en los campos de fútbol y en su entorno es eliminar la violencia verbal. Lo decía ayer Ancelotti, un tipo tranquilo (que siempre viene bien en el agitado mundo del fútbol) y que tiene las cosas muy claras: “me gustaría que la afición animara cantando, no insultando. El insulto también es violencia”.