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Entre visillos

Fragmentos de España

Cuando todavía resuenan los ecos del desfile de la fiesta nacional es buen momento para pensar en lo que actualmente somos como país después de la construcción democrática de lo que llamamos el Estado de las Autonomías. La experiencia descentralizadora parecía haber cosechado un rotundo éxito hasta que llegó la dichosa crisis. El férreo objetivo de reducción drástica del déficit público ha puesto de manifiesto muchos de los excesos presupuestarios en los que se han prodigado los diferentes gobernantes de las diecisiete autonomías que conforman nuestra querida España. En las últimas tres décadas el Estado se ha ido vaciando de competencias que han pasado a ser gestionadas por las Comunidades. La parte buena de este proceso consistía en acercar el ámbito de las decisiones al propio territorio y eso suponía, a priori, un mejor conocimiento de los problemas y por tanto una mejor y más rápida solución. En muchos aspectos la experiencia ha sido un éxito. Sin embargo, todo tiene su lado oscuro y podemos resumir que la parte mala del experimento radica en que los diferentes barones territoriales, unos más que otros, se han sentido como verdaderos señores encargados de sus feudos.
En los inicios, las administraciones autonómicas fueron creciendo con cierta ponderación, pero en el largo ciclo económico expansivo que vivimos hasta desembocar en nuestra “querida crisis”, las alegrías en el presupuesto han ido parejas al deseo de sustraer al control efectivo muchos de los gastos que se efectúan al amparo del manto autonómico e invocando siempre el interés regional. Es decir, no sólo se ha derrochado en cosas que no eran vitales, ni urgentes, ni seguramente necesarias, como aeropuertos, televisiones u otros elementos para la propaganda, sino que también han puesto especial interés en:
1º.- Crear todo tipo de empresas públicas, organismos autónomos, fundaciones, etc. que escapan al control parlamentario y a los que se accede por voluntad del dedo índice del gobernante de turno.
2º.- Incrementar de forma exponencial, año tras año, los capítulos destinados a subvenciones (tanto en trasferencias corrientes como de capital) para crear una red clientelar de entidades cuyos directivos viven exclusivamente del erario público y de ofrecer alabanzas al gobernante a cambio de lo recibido. Al mismo tiempo, asociaciones vitales y sin ánimo de lucro reciben ayudas simbólicas, bajo amenaza de perderlas si no se portan bien.
3º.- Considerar las Cajas de Ahorro como una dirección general más del propio gobierno lo que ha llevado a los recientes escándalos conocidos y que son sólo la punta del iceberg de lo que nunca sabremos.
4º.- Crear estructuras innecesarias para dar servicios que ya prestan los ayuntamientos o el Estado y prometer ahora crear comisiones para evitar duplicidades.
Hay más, pero no es cuestión de aburrir ni quiero exagerar, pero tengo la impresión de que el caciquismo, ese mal que impregnó España durante el periodo de la Restauración, ha vuelto a reproducirse casi miméticamente. En aquella época no había encuestas, pero el ciudadano veía con enorme desazón cómo Cánovas y Sagasta se alternaban en el gobierno sin que al país llegara a percibir mejora alguna en su nivel de vida. Pienso, sin embargo, que no hay que perder la esperanza, lo que nos ha pasado puede resumirse en el viejo refrán que nos cuenta que el pan atonta. Nuestros gobernantes han dispuesto de tanto pan, elaborado con una mezcla de impuestos y déficit, que sólo cabe esperar que el hambre los haga más austeros, sensatos y eficaces de lo que han sido y que finalmente aprendan que los perros no se atan con longaniza.

María Antonia San Felipe

Sobre el autor

Funcionaria. Aficionada a la escritura que en otra vida fue política. "Entre visillos" es un homenaje a Carmen Martín Gaite con esa novela ganó el Premio Nadal en 1957, el año en que yo nací.


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