La decepción que los españoles sienten con la forma en que se administra la justicia en este país no es nueva y ese sentimiento se ha incrementado en el último año. Que todos somos iguales ante la ley lo proclama nuestra Constitución y hasta el Rey ha solemnizado esa obviedad, aunque la portavoz del Consejo General del Poder Judicial no ha estado muy fina cuando, refiriéndose al asunto que tiene encausado al insigne infante consorte, D. Iñaki Urdangarín, dijo que sí, que todos somos iguales pero que “no todos los imputados son iguales”. Tal fue el asombro de muchos que el presidente del Tribunal Supremo, Carlos Dívar, se vio obligado a explicar en el Congreso que sí, que todos somos igualitos, igualitos pero que, pese a la supuesta igualdad “las circunstancias son diferentes, y la verdadera igualdad es tratar diferente circunstancias que son distintas”.
Nadie debe extrañarse que ante tan preclara claridad la mayoría, incluida yo, pensemos como ese 77% de españoles que, según el barómetro de Centro de Investigaciones Sociológicas, consideran que la justicia no es igual para todos y no trata del mismo modo a los que tienen pasta y a los que carecen de ella, a los que pueden pagarse un buen abogado y a los que no. Salvo que, como toda regla tiene su excepción, alguien resulte excesivamente molesto o le tengan ganas sus colegas, como en el caso de Garzón y se decida, colectiva y orquestadamente, quitárselo de en medio para siempre. Dicen que la diosa de la Justicia lleva una venda en los ojos como símbolo de su imparcialidad al dictar sentencia aunque muchos creen que es para no ver los desmanes que cometen en su nombre los que la administran.
En este marco general de desconfianza no es de extrañar que la política de indultos haya concitado también el interés ciudadano. Puedes ser culpable y, con suerte, indultado sin cumplir la condena. Por ejemplo, el consejero delegado del banco de Santander, Alfredo Sáenz, un hombre con estrella, fue indultado en noviembre por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. El sr. Sáenz, condenado por un delito de acusación y denuncia falsa, vio conmutada la pena de arresto mayor y la suspensión del ejercicio profesional por la multa máxima prevista para este caso, de unos 144.000 euros. Teniendo en cuenta que el banquero cobra al año nueve millones de euros, la elección no era dudosa. Los del Santander hablaron poco porque, como bien se sabe, cuánto más se airea una noticia más se difunde, así que punto en boca.
Así las cosas, no es de extrañar que Miguel Montes Neiro, el preso más antiguo de España, indultado por dos gobiernos, haya salido de la cárcel tras 36 años como un héroe popular perseguido por televisiones y reporteros. El preso común ha abrazado la libertad ante la algarabía de sus familiares y amigos, ha sido obsequiado con el mismo júbilo con el que la afición recibió los últimos éxitos del Mirandés o los del Alcorcón cuando ganó al Madrid. En fin, que ha obtenido la solidaridad que concita aquel al que el destino siempre considera, por fatalidad, el seguro perdedor de la historia. No dudo que Montes Neiro, que quiere ser alfarero, por su trayectoria, sus múltiples fugas, que agravaban aún más sus amplias condenas, y su mentalidad antisistema reúne características suficientes para llenar horas de programas televisivos y páginas de revistas. Hasta puede ser personaje inspirador de películas, de novelas o de poemas. Teniendo en cuenta que su vida recuerda la del pícaro tradicional español y ahora que la corrupción merodea los alrededores del palacio real, es posible, que este hombre pueda convertirse en un nuevo príncipe del pueblo. Además, si al engolado Mario Conde al salir de la cárcel le dieron un programa en la tele por qué a él no.