Seguramente algo había que hacer, aunque lo más deseable hubiera sido que alguien hubiera tenido el valor y la gallardía de decirnos la verdad desde el principio. Pero nadie la tuvo, unos porque pensaban que resistiendo y mareando la perdiz el tiempo, que todo lo cura, acabaría sanando al enfermo. Los otros, con los dientes afilados, esperaban que el descrédito de los primeros les pusiera en sus manos la codiciada fruta: el poder. Así fue. El problema es que en ese tiempo el enfermo había ido empeorando a pasos agigantados y las varitas mágicas son patrimonio de los cuentos de hadas pero no de la política y la economía que se alimentan de intereses y carroña y que les importa un bledo las desventuras ajenas. ¡Al fin y al cabo, los de abajo ya saben lo que es sufrir!
Cuando el mago Merlín aparece en los cuentos todos los lectores adivinan que los buenos están a punto de superar el último sacrificio antes de encontrar la salida del laberinto para, por fin, ser felices mientras comen perdices. Pero en nuestro cuento, en el de nuestra vida, cuando apareció el mago Mariano con sus dos ayudantes Guindito y Montorito, lo primero que hicieron fue blandir sus varitas mágicas en lo alto de la montaña para advertir al mundo que ya habían llegado a la cima. Fue entonces cuando comprobaron que ni los dragones ni los malignos que rodeaban el Reino se asustaban lo más mínimo. Aunque Mariano y sus ayudantes no paraban de agitar sus varitas mágicas, los malvados seguían sitiando el Reino mientras cada vez había más gente pidiendo en las calles y la moral de la tropa caía por los suelos.
Mariano dejó entonces la varita mágica en su cajita y se marchó lejos de su Reino a consultar a los poderosos magos que habitaban en una profunda cueva de la agitada Europa. Allí, el Comité de Ilustres Magos, que contaban todos ellos con más poderes que él, le escribieron en un pergamino la fórmula mágica con la que conseguiría aquietar a los malignos que acosaban su Reino. Humildemente leyó los detalles del ensalmo que decía: deberás tragar ante todo tu pueblo, reunido en la plaza al menos cinco sapos, cuanto más grandes sean los sapos más posibilidades de éxito tendrá el conjuro. No obstante, decía el escrito, si no cuentas a tu pueblo toda la verdad y no les devuelves la esperanza, si pretendes aparecer como un héroe en vez de como su humilde servidor, entonces el sacrificio no habrá servido para nada y tu varita mágica perderá sus poderes para siempre.
Antes de partir el más anciano le dijo: -Mariano habrá una prueba más que deberás sortear tú solo, sin ayuda de nadie, ese hechizo lo llevas dentro de ti y cuando se haga presente, deberás superarlo o tu magia habrá terminado. Cabizbajo y pensativo emprendió el regreso hacia su Reino. En el camino recordó al mago anterior, el que perdió su Reino y se lo entregó a él, pensó que quizás él llevaba razón cuando éste le explicó que la varita mágica no servía para mucho cuando el asedio de los malignos es persistente y uno se queda solo ante el peligro.
Una vez arribó a su Reino, convocó a todo su pueblo en la ladera del monte sagrado y ante ellos ordenó todo lo contrario de lo que prometió cuando le entregaron, en ceremonia solemne, la corona del poder y la varita mágica. A continuación, cogió los 5 sapos más gordos que Guindito y Montorito habían encontrado en todo el Reino y los tragó sin rechistar ante el aplauso de la corte y el asombro de su pueblo. Antes de bajar de la montaña vio una enorme nube negra que no dejaba traspasar la luz del sol y al mirar a su pueblo se dio cuenta que no sólo les había quitado la alegría sino que los había dejado sin esperanza. Supo entonces que, si el conjuro fallaba, él estaría obligado a pedir perdón, recorrer de rodillas todo su reino y devolver el supremo poder y la varita mágica al pueblo que se la había otorgado para que buscara otro mago que hiciera posible la esperanza. Continuará…