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Donde habita el olvido

La mirada del neonazi noruego Anders Breivik es de las que hiela la sangre y corta la respiración, al menos eso me ocurrió a mí al observar la cínica sonrisa que adornaba su rostro el día que escuchaba la condena del Tribunal. Era evidente, por la forma de actuar de este individuo a lo largo del proceso, que considera la pena que se le ha impuesto como una condecoración por una hazaña de la que se siente plenamente satisfecho. Parecía, a ojos de los observadores, como si se tratara del último eslabón de su fatídico plan, el broche de oro a la matanza de Utoya, el exterminio de 77 personas, resulta insignificante para él, sólo son daños colaterales de su siniestro fanatismo. Sólo recuerdo una mirada semejante que produce tanto miedo como sus crímenes, la de Iñaki de Juana Chaos, uno de los miembros más sanguinarios de ETA. Al observar sus rostros uno piensa que en su corazón es imposible que quede espacio para albergar un ápice de ternura.

Ambos personajes comparten no sólo una larga lista de asesinatos a sangre fría sino también el desprecio hacia sus víctimas y un fanatismo ideológico deleznable y claramente repudiable en una sociedad democrática. Son precisamente este tipo de personajes, capaces de asesinar a sus conciudadanos sin pestañear, los que acusan a nuestras sociedades de intolerancia pero se mueven entre las rendijas del estado de derecho con verdadera eficacia como sabemos. En definitiva, los dos son destacados representantes del extremismo ejercido en sociedades democráticas y socialmente avanzadas. Reconozcamos, al menos que en España o en Noruega, el estado de derecho, aun con fallos y carencias, nos defiende de los fanáticos y trata de proteger a sus víctimas. Pero, en otras latitudes, existe un fanatismo que se impone desde el poder o mediante los señores de la guerra, que es difícil combatir por aquellos que lo sufren. Estos días he vuelto a recordar esos lugares del mundo, que son muchos, donde una parte importante de las personas no tienen derechos y su vida vale menos que una cabra, una oveja o una mula. Estas víctimas, la mayoría mujeres y niños, viven en África, en Asia y en otros territorios donde sólo habita el olvido.

Ciertamente ese olvido resulta hoy un territorio infinito, inabarcable y más ingrato que la propia muerte y en él habitan millones de personas cuyos derechos son pisoteados cada día y no hay tribunal alguno que libere a las víctimas del fanatismo que impera en sus países. Estos días hemos recordado esos lugares olvidados al escuchar el relato de la vida de Jamia Yusuf, una joven atleta somalí que murió huyendo de su tierra por Etiopía y desde Libia trataba de llegar en una patera a Italia con la única ilusión de poder correr. El valor de esta joven atleta es mayor que el de cualquier medallista olímpico, desnutrida y sin equipamiento entrenaba, después de haber participado en los Juegos Olímpicos de Pekín en 2008, pese a tener prohibido practicar el atletismo porque hacer deporte no es propio de mujeres. Es cierto que a Jamia Yusuf se la tragó el Mediterráneo, de igual modo  que engulle a otros muchos inmigrantes que buscan un futuro mejor, pero a Jamia en realidad la mató el fanatismo. La atleta somalí ha muerto víctima de los extremismos ideológicos y de los grupos armados que campan a sus anchas en el cuerno de África. Hay pueblos que no sólo están sentenciados al hambre, a la miseria y a la mala administración de gobiernos corruptos sino que están condenados a muerte de forma aleatoria porque los fundamentalistas, armados hasta los dientes, imponen su ley a capricho. Las  mujeres llevan en esos territorios la peor parte, yo confío en que al menos a Jamia Yusuf no se la trague para siempre el olvido. Espero que en la historia del olimpismo su nombre y su valor se escriban con letras de oro.

 

 

María Antonia San Felipe

Sobre el autor

Funcionaria. Aficionada a la escritura que en otra vida fue política. "Entre visillos" es un homenaje a Carmen Martín Gaite con esa novela ganó el Premio Nadal en 1957, el año en que yo nací.


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