Es indudable que en este país el prejuicio social hacia la homosexualidad todavía no se ha erradicado por completo. Persisten todavía las bromas de mal gusto y las miradas de soslayo hacia aquellos que públicamente viven su sexualidad con naturalidad pese a lo arraigado de las costumbres dominantes que, claramente influidas por la tradición del catolicismo español, se muestran tan excluyentes e intolerantes respecto de la aceptación del otro, es decir, del diferente. La ley que reconocía el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo fue aprobada en 2005 y no podemos decir que el balance de su aplicación haya supuesto problema alguno en nuestra sociedad. Es de las primeras veces que en España la ley avanza un paso por delante de la realidad social lo que ha supuesto que siete años después, cuando por fin ha llegado la sentencia del Tribunal Constitucional, exista escaso rechazo social a la legislación hoy ya refrendada por la doctrina jurídica. Cierto que no hay mal que por bien no venga, así que el retraso en resolver el recurso interpuesto por el Partido Popular ha tenido a mi juicio, el efecto beneficioso de que la aceptación ciudadana haga más difícil modificar este derecho al matrimonio de las personas del mismo sexo. La justicia lenta es injusta, penosa y exasperante pero después de tanto tiempo no veo una mayoría de españoles clamando por la derogación del matrimonio gay. El propio Mariano Rajoy, poco inclinado a hacer declaraciones, ha quitado importancia a la sentencia e incluso a los fundamentos jurídicos de su propio recurso como si de una cuestión de nominalismos se tratara. No es de extrañar que esta actitud de respecto al fallo del Constitucional haya exasperado a los sectores más intransigentes del PP que clamaron contra la Ley y que como ha dicho el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, él no va a cambiar su opinión porque el Tribunal Constitucional haya dictado una sentencia. Sus declaraciones ponen de manifiesto que hay una parte importante del PP y de la propia sociedad que se resisten a reconocer derechos a otros sólo porque se atienen a una moral religiosa y personal que no todos los ciudadanos comparten y que en un sistema democrático no puede ni debe ser impuesta a otros.
Estamos en uno de esos momentos que son ejemplo de que en la historia de la humanidad fueron siempre los tolerantes con la costumbre y moral ajenas, los que propiciaron la conquista de los derechos de todos, de esos que hoy nadie con dos dedos de frente discutiría. No obstante, las cosas no han concluido con la sentencia del Constitucional. Dentro del PP van a existir divergencias y peloteras internas, como en las discusiones que habrán en los bares o en las tertulias, pero si de lo que se trata es de imponer la moral propia a los demás a la luz de los prejuicios ancestrales, yo propongo que en vez de ser tan beligerantes con la sexualidad de otros y estar tan preocupados por lo que ocurre bajo las sábanas de los dormitorios ajenos nos preocupemos más por aislar socialmente en vez de al homosexual, al corrupto, al defraudador, al sinvergüenza, al estafador, al ladrón de cuello blanco. Resulta francamente llamativo que nos resulte más sencillo insultar o ridiculizar al vecino o vecina homosexuales y se nos caiga la baba al ver pasar a muchos que se han forrado a nuestra costa y se han jubilado con indemnizaciones millonarias después de quebrar cajas de ahorro, comunidades autónomas, ayuntamientos o empresas públicas. A todos éstos es a los que debiéramos aplicar legislaciones ejemplares, señalarles con el dedo acusador cuando pasen por la calle y dejar en paz a los que quieren amarse ejerciendo simplemente su libertad de elección y su derecho a ser felices. En realidad a eso aspiramos todos, lo demás es pura hipocresía y, desde luego, impedirlo no nos va a sacar de la miseria moral en que este mundo navega.