Todos los avances sociales son fruto del dolor. De sangre, sudor y lágrimas están siempre teñidos los derechos conseguidos por los trabajadores en el transcurrir de los siglos. Lo ocurrido en Bangladesh es buena muestra de ello. Allí los trabajadores-esclavos trabajan más de 10 horas diarias por un salario mensual de unos 30 dólares, menos de un euro al día y lo hacen en unas condiciones de seguridad deplorables. Todos lo sabemos, nos vestimos con su trabajo porque es lo único que encontramos a precios asequibles para unos salarios que también en Europa se encogen al mismo ritmo que lo hacen nuestros derechos. Han tenido que morir 1.127 trabajadores y heridas 2.438 personas para que las autoridades de Bangladesh, aparentemente democráticas y, con seguridad, corruptas, para permitir que los trabajadores puedan organizarse sindicalmente y prometerles elevar el salario mínimo. Se reivindican 102 dólares, aunque pasada la tormenta mediática ya veremos en cuánto se quedan. Este país absorbe incluso deslocalizaciones de fábricas antes radicadas en China, es decir, cuanto más barato se produce más atractivos tiene la inversión/especulación extranjera.
Sorprende también que las grandes marcas mundiales del textil que pueblan nuestros centros comerciales se hayan apresurado a firmar un protocolo adhiriéndose a la mejora de las condiciones de trabajo y salariales de los trabajadores-esclavos, hasta hoy ignorados porque están muy ocupados disfrutando, como el avaro del cuento, de la voluminosa cuenta de resultados de sus boyantes negocios. Pero no se engañen, no lo han hecho por los trabajadores sino por miedo a que los europeos que compramos en sus tiendas nos enfademos y por solidaridad decidamos no gastarnos la pasta en sus tiendas.
Es la historia que se repite. Si estos trabajadores consiguieran elevar su nivel de vida y avanzar en sus derechos laborales esos inversores que nos visten, calzan y alimentan saldrían huyendo a otros paraísos de la explotación humana. Aquí, en esta España que se desangra porque está destruyendo a la velocidad de la luz todo su tejido productivo, comenzó el proceso de deslocalización industrial hace años. Nuestra industria textil, conservera, de calzado, etc. se fue yendo poco a poco hacia Oriente, Sudamérica, norte de África u otros lugares en los que la explotación laboral encontraba menos trabas porque no había regulación ni protección social y si la había con un soborno se vulneraba. Esta es la turbulenta rueda que mueve el mundo desde el inicio de los tiempos y no nos hagamos ilusiones el capital, como el mal, no descansa nunca, jamás descuida la protección de sus intereses.
Hace no muchos años cuando escuchábamos la palabra “reformas”, todos creíamos que los cambios traían avances y mejoras y, aunque con sacrificios, el resultado siempre supuso un paso hacia adelante en las conquistas sociales. Hoy es el día en el que cada vez que escuchamos a un dirigente europeo o español anunciar que se debe profundizar en las reformas emprendidas, todos entendemos, sin necesidad de traductor, que ese cambio va a convertirse en un nuevo retroceso en derechos, libertades y servicios. Ahora reformar, significa recortar y el cambio es hacia atrás. Por eso reflexionemos sobre lo ocurrido en Bangladesh, no sólo porque ese tipo de esclavitud laboral es intolerable sino porque a este paso podemos acabar como ellos. En la situación actual la gente se ve obligada a aceptar cualquier forma de trabajo para sobrevivir y ese mal come la dignidad de la persona. Están convirtiendo España en un país cada día más desigual socialmente y en el que sólo crece el paro y la pobreza mientras extinguen, sin escrúpulo alguno, la red que nos protegía como ciudadanos libres e iguales. Si no luchamos por poner coto a tanto desmán estaremos moralmente desahuciados, por ello estamos obligados a organizar nuestro propio rescate.