Desanima volver una y otra vez sobre el nauseabundo tema de la burbuja de corrupción que se ha instalado sobre el cielo de España como si de una borrasca permanente se tratara y no hubiera esperanza de divisar de nuevo el sol. Pasa como con la crisis económica parece eterna por lo lacerante y por la cantidad de personas que ha dejado tiradas en la cuneta. Se negó la amplitud de la crisis como se oculta ahora la intensidad de la corrupción y ya se sabe que si se esconde el problema es imposible encontrar soluciones que taponen la sangrante herida.
No es difícil presagiar lo que va a hacer Mariano Rajoy cuando, a trancas y a barrancas, comparezca en el Parlamento. Este presidente que confunde los problemas de su partido con los del Estado, tratará de hacernos creer que no pasa nada. Rajoy se va a esconder tras un patriotismo de pacotilla para que nos olvidemos de toda la mierda que nos rodea al tiempo que justificará que es a España, y no a él, a la que no le conviene una crisis de gobierno. Mientras la prensa internacional ya baraja la posibilidad de su dimisión, él va a insistir en que es mejor que los ciudadanos nos traguemos la basura y hagamos como el avestruz, si no miramos con atención no veremos la dimensión inmensa del estercolero. Rajoy en su comparecencia va a parapetarse tras las débiles señales de supuesta mejora de la economía nacional y en que los datos de la EPA mejoran levemente sus escandalosos parámetros. Como conclusión intentará que aceptemos que es mejor olvidar que durante las últimas décadas la democracia ha hecho aguas porque algunos vividores de la política se han dedicado a engrosar sus patrimonios a través de tejemanejes en las adjudicaciones públicas, en vez de dedicarse a servir a esa España maltrecha que hoy les sirve de burladero tratando de huir de sus responsabilidades políticas y puede ser que penales.
El pensamiento político imperante no se apoya en criterios morales o en ideas preñadas de nobleza sino en el pragmatismo que impone cuidar los intereses propios de los partidos políticos y, en especial, de sus dirigentes. España sirve sólo para adornar los discursos. Lo grave no es que la clase política dirigente, ajena a las ilusiones altruistas de su militancia y de sus votantes fieles, nadara en la corrupción, en el sobresueldo de negro origen o en el tráfico de influencias sino que una vez acostumbrados a vivir en el cenagal lo importante era impedir que se conociera la verdad, de ahí que su tesorero siguiera viviendo estupendamente en su despacho de Génova hasta que se descubrió el pastel. Para Rajoy tiene que resultar demoledor que la inmensa mayoría del pueblo español, incluidos sus propios votantes, den más credibilidad a la versión del supuesto delincuente que a la palabra del presidente del gobierno. Ese es hoy el verdadero drama de Mariano Rajoy, ya que aunque se parapete en el debate parlamentario en la teoría del fin de la crisis todos vemos con claridad, como en el cuento del rey desnudo, que el presidente no tiene traje que le cubra las vergüenzas porque las evidencias resultan no sólo creíbles sino clamorosas.
Pero el mal está demasiado extendido: el caso Bárcenas, los ERES de Andalucía, el caso Palau en Cataluña y algunos cientos de ediles encausados en casos de corrupción nos muestran la grave enfermedad que padece hoy nuestro sistema democrático porque todos los mecanismos de control han sido burlados, alterados o comprados. Es momento de afirmar que el propio sistema se ha envenenado a sí mismo y está en fase de asistir a su propio funeral. No creo que un proceso de regeneración democrática sea suficiente, creo que es necesaria una verdadera revolución ética que nazca de la ciudadanía y que debiera ser capaz de sustituir a la casta política que se produce en los aparatos de los partidos por una nueva clase dirigente que surja, como en 1975, de entre la gente corriente. Pero antes debemos conocer toda la verdad.