Cuando se ha sido engañado con reiteración es difícil volver a creer y mucho menos otorgar el apoyo a cualquier teoría por verosímil y humanitaria que parezca. La posible intervención militar en Siria, capitaneada por EEUU y sin el aval de la ONU, como respuesta a la utilización de armas químicas por el régimen de Bashar el-Asad contra la población civil está llena de incógnitas ya que la sombra de lo ocurrido en Irak planea como un fantasma en todas las cancillerías y, en especial, en la Casa Blanca. La Sexta Flota se encuentra a la espera de las órdenes de su comandante en jefe Barack Obama, que no podemos olvidar, ostenta el seguramente inmerecido galardón de premio nobel de la Paz. A nadie se le escapan los riesgos que entraña un ataque en un lugar tan caliente en el tablero político internacional ni las consecuencias que el bombardeo de las instalaciones militares del ejército de El-Asad puede ocasionar.
Muchas dudas invaden mi mente estos días. No puedo olvidar la rebeldía y la protesta que protagonizaron los ciudadanos sirios en 2011 cuando la denominada primavera árabe se manifestó, a los ojos de los europeos, como una posibilidad esperanzadora para sustituir regímenes autoritarios por fórmulas democráticas de gobierno. Hoy sabemos que todo quedó en agua de borrajas y que la tiranía política pretende ser sustituida por la tiranía religiosa. Ahí tenemos el ejemplo de Egipto que puede derivar en una guerra civil tan cruenta como desastrosa para el país, como bien sabemos los españoles. Nunca comprenderé por qué cuando los hombres heredan el poder, como el-Asad lo hizo de su padre o acceden a él, aunque sea por métodos democráticos, tienen tanta resistencia a abandonarlo. La más llamativa contradicción del género humano es la carencia de lucidez y por tanto la enajenación de líderes que se consideran imprescindibles y que son capaces de masacrar al propio pueblo que dicen defender y amar antes que largarse a su casa, a disfrutar de sus fortunas ilegítimamente amasadas, antes que abandonar la cúpula de un poder que nunca debió pertenecerles.
Si este es el gran mal, no es menor ni desdeñable el riesgo de que quienes pretenden sustituirlos es para hacerlo igual o peor. Entre los opositores y defensores de Bashar el-Asad hay jefes tribales, yihadistas, islamistas radicales, el brazo armado de Hezbollá, sin olvidar, la fragmentación religiosa que va desde la minoría alauita que controla el ejército y el estado y una mayoría sunita que convive con cristianos y drusos. Es decir, un complicado cóctel en el que las pasiones nublan, como siempre, la luz de la inteligencia. Por tanto, una vez más, el pueblo es la excusa para justificar los excesos y es la víctima clamorosa, indiscutible y evidente de tantas ambiciones incompatibles: cientos de miles de muertos y de desplazados que huyen de sus casas sin más equipaje que la esperanza de salvar la vida.
Al otro lado, la comunidad internacional no prestamos más atención al problema que los segundos que dura el telediario mientras nuestros representantes discuten en la ONU, la OTAN o la UE. Escenifican una función ya conocida en el gran teatro del mundo. En Europa, que nos llamamos civilizados, solo sabemos que no hay unidad porque no hay política exterior común, como no hay política social común ni económica ni nada. Alemania está más entretenida en dominar el sur de Europa por la vía de la explotación, que en liberar a ciudadanos de guerras y por tanto no dice ni mu. Cameron y Hollande tienen revueltas internas para intervenir si no se acredita que las armas químicas las ha utilizado el-Asad y no la oposición. En realidad, todos están mirando al sheriff, esperando que EEUU lidere, como es habitual, la intervención. Esta vez con los fracasos precedentes la cosa está más que difícil. A mi edad, la confianza en la bondad del ser humano ha desaparecido y lo único que espero es que la bomba con la que jugamos no nos estalle en las narices, como siempre.