Este país es muy proclive a preocuparse de lo accesorio y a olvidarse de lo importante, cualquier señuelo nos despista. Nos tenían entretenidos con los presuntos brotes verdes y como comenzaban a dolernos los ojos, enrojecidos de tanto frotarlos para tratar de verlos, nos han brindando un nuevo pasatiempo. Ahora lo importante es saber si hemos sido suficientemente espiados o no por los Estados Unidos. Sería una decepción averiguar que los americanos espiaban a Angela Kerkel, incluso en la oposición, y no han investigado a Mariano Rajoy ni antes ni ahora. Claro que teniendo en cuenta que ni siquiera comparece ante la opinión pública para dar su punto de vista en temas de extrema crudeza no es de extrañar que le pinchen el teléfono y le intercepten los mensajes para saber qué narices opina del paro, del desmantelamiento de la sanidad, de incremento del soberanismo en Cataluña o de la sentencia del Tribunal de Estrasburgo. Son tantos sus silencios que los españoles debiéramos contratar un espía que nos informe de lo que Rajoy opina de España en la intimidad. Es de chiste constatar que los agentes secretos españoles nos espían a nosotros mismos para pasar la información a los Estados Unidos, con la disculpa de que hay que colaborar conjuntamente para aniquilar al Imperio del Mal y a estas alturas no sabemos si los agentes son dobles o son sólo de ellos, a cambio de sobresueldos en negro para que no se entere Montoro, que como no para de hablar puede contarlo en el Parlamento sin darse cuenta.
Porque no nos engañemos, en este país el tipo de agentes secretos que nos fascinan no son los de las novelas de Ian Fleming o John Le Carré, que también fueron espías. A nosotros los que nos gustan son Mortadelo y Filemón y si hay que investigar con más intensidad y eficacia ya avisaremos al inspector Clouseau, encarnado por Peter Sellers. Por lo que parece, el papel de España en este asunto es de risa porque trabajamos para los servicios secretos estadounidenses con más impericia que acierto y por eso nuestra protesta va a tono de tanta estupidez. Nos quejamos pero poco. Aparentamos que nos enfadamos pero por los bajines le decimos al embajador de los Estados Unidos que pelillos a la mar, no vaya a ser que si nos ponemos chulos nos salga cara la heroicidad. En este asunto no se defiende la patria, en cuya bandera se envuelven algunos cuando conviene, sino la subordinación al poderoso y la mentira como instrumento de dominación.
De todo este asunto sólo podemos extraer una conclusión: nuestras democracias languidecen porque cada día son más vulnerables y porque los que nos espían los correos electrónicos y las conversaciones telefónicas con el pretexto de combatir el terrorismo y salvaguardar la seguridad de nuestros hogares, en realidad ni sabemos para quién trabajan aunque todo indica que sirven al poder económico que siempre ha dirigido el mundo. Que se están vulnerando leyes internacionales es evidente, pero en España esto ni siquiera sorprende porque nos hemos acostumbrado a ver que quienes más incumplen la legislación mejor vida se pegan. En España lo importante es el tamaño, si eres un timador de poca monta vas al trullo seguro, pero si estafas a miles de ahorradores no te preocupes porque puedes acabar de directivo de un gran banco, como Rato. Si olvidas declarar 300 euros a Hacienda, prepárate, pero si defraudas millones no hay motivos para la alarma, si no te incluyen en una amnistía fiscal acudes a los tribunales y con suerte, al ritmo que va la presunta justicia, el delito prescribe y tú de vacaciones en Hawai. Como dijo Muñoz Molina en Oviedo, vivimos “en un país asolado por una crisis cuyos responsables quedan impunes mientras sus víctimas no reciben justicia, donde la rectitud y la tarea bien hecha tantas veces cuentan menos que la trampa o la conexión clientelar”. Este es nuestro drama nacional, pero nada, aquí no pasa nada. Como cantaba Manolo Escobar: ¡Qué viva España!