Es tal la ausencia de carisma y de capacidad de liderazgo en el mundo actual que no es de extrañar que una multitud de jefes de estado y de gobierno hayan acudido al funeral de Nelson Mandela. Opino que algunos asistieron por ver si un poco del coraje y de la capacidad de seducción del fallecido se repartía como lluvia reparadora entre todos los congregados. Está claro que buscaban, como en las historias de Astérix, bañarse en esa poción mágica que da a los héroes la fuerza y el valor para enfrentarse a los mil retos ante los que nos sitúa la vida. No sabían, muchos de los reunidos, que Madiba era en realidad como Obélix, que se había caído dentro de la marmita de pequeño y de ahí que su personalidad contara con el tesón, la generosidad y la inteligencia que adornan a los hombres valientes y que él se había forjado en años de pelea y de renuncias personales, cuando la lucha revolucionaria que emprendió era vista más como un demérito que como una virtud. Porque eso es lo que fue Mandela, un revolucionario que no se doblegó ni humilló ante el durísimo régimen de apartheid que mangoneaba el presidente Botha y que dedicó toda su energía a luchar por un ideal.
Su vida es hoy el ejemplo que mejor demuestra que son los valores morales los que forjan la materia de la que están hechos los grandes hombres, los que aúnan las voluntades de sus iguales para conseguir un sueño y los que de verdad escriben la Historia. Los casi treinta años privado de libertad nunca mermaron su fuerza sino que incrementaron su leyenda y su valor ante una sociedad que necesitaba vencer el racismo y la segregación para sobrevivir como personas y como pueblo. Mandela se ha ido pero su legado está intacto, porque la lucha por la libertad y la igualdad son aspiraciones universales.
Cuando tras el homenaje, el estadio de Soweto quedó vacío, cada uno de los jefes de estado o de gobierno, que acudieron al baño de multitudes, volvieron para su casa con lo puesto, es decir, con el mismo nivel de mediocridad con el que partieron. Algunos, es posible que hayan aprendido alguna lección, otros en vez de historia escriben páginas que rozan más lo cómico que lo épico. Un buen botón de muestra es nuestro presidente Mariano Rajoy que, en vez de tomar del ambiente que se respiraba en torno a Mandela un poco de pasión y sobre todo de coraje, simplemente ha declarado que era muy emocionante que el funeral se celebrara en el mismo estadio que la selección española ganó el mundial. Sin restar valor a la hazaña de la Roja, creo que la frase de Rajoy no sólo es desafortunada sino que se convierte en la demostración de cómo el presidente, además de nadar en la mediocridad, se confunde ante la realidad por evidente que sea.
Un poco antes de partir para el funeral de un Mandela, ya convertido en leyenda, nuestro presidente declaraba, a varios periódicos europeos, que lo único que le preocupa “es que Alemania tenga claro adónde vamos”, es decir, que Angela Merkel no se equivoque en el rumbo que debe seguir Europa. ¿Existe mejor prueba de su incompetencia? ¿Existe ejemplo más claro de su ausencia de proyecto de país? ¿Existe muestra más evidente de su falta de autonomía en las decisiones que toma? En sí mismas sus declaraciones son una clara claudicación, una constatación de sumisión a terceros en las decisiones que afectan a sus ciudadanos y una prueba más de la resignación con la que este gobierno enfrenta el porvenir de este país, que es el nuestro, y de cuyo rumbo, inexistente hoy, dependen nuestras vidas y las de nuestros hijos. Miremos a Mandela, todo el pueblo iba tras él pero ¿quién puede seguir a alguien que tiene clavada la rodilla en el suelo mientras se pregunta a sí mismo si va o viene? Es lo que tiene confundir la lucha por un futuro mejor con un balón de fútbol.