El íntimo deseo de muchos gobernantes es que el pueblo soberano permanezca mudo y ciego y si ha de oír algo que sea solamente a los portavoces del poder y a sus emisarios mediáticos. Un pueblo que vive engañado es más dócil y aguanta mejor las penitencias impuestas por la arbitrariedad gubernamental. El problema es que hemos llegado a un punto que, incluso con los ojos cerrados, vemos con claridad lo que está pasando con esta maldita crisis propiciada por los poderes económicos para acabar con aquellos modelos de sociedad que habían conseguido, en las últimas décadas, recortar las desigualdades con un reparto un poquito más equilibrado de la riqueza.
Esta semana la ministra del Empleo se ha gastado millón y medio de euros en contarles a muchos jubilados que su pensión ha subido 65 céntimos o poco más de un euro. Un gasto muy necesario ahora que se suprimen médicos y maestros o se cierran guarderías. Por su parte Rajoy y sus muchachos no tienen otra preocupación más relevante que dilucidar si la infanta Cristina de Borbón y Grecia hace el paseíllo a pie, a caballo o en coche hasta presentarse a declarar ante el juez Castro, obligada por las circunstancias y por las leyes del reino de España.
Mientras ellos se entretienen, hemos conocido el informe de Oxfam Intermón explicando que el 1% de las familias más poderosas acapara el 46% de la riqueza del mundo y que en España, las 20 personas más ricas poseen una fortuna similar a los ingresos del 20% de su población más pobre. Los datos no nos cogen por sorpresa, lo sabemos y vemos a nuestro alrededor situaciones personales y familiares en el límite de la resistencia y vulnerando los principios que preservan la dignidad humana. El problema, como siempre, es de redistribución de la riqueza para cimentar una sociedad más equilibrada. Sorprende que ante el inicio del Foro Mundial de Davos haya sido el papa Francisco el que haya puesto el dedo en la llaga de la hipocresía política. Ha recordado algo que debiera inspirar la acción de cualquier gobierno democrático, propone adoptar “decisiones, mecanismos y procesos encaminados a una mejor distribución de la riqueza, la creación de fuentes de empleo y la promoción integral del pobre, que va más allá de una simple mentalidad de asistencia”.
Resulta difícil no suscribir estas palabras pero, a mi juicio, el problema de fondo radica en otro aspecto que también denuncia Oxfam y no es otro que el secuestro continuado de la democracia en beneficio de unas élites económicas que no entienden otro principio que no sea el atesoramiento de la riqueza mundial. ¿Para qué cumplir las leyes si es más rentable burlarlas comprando a quien sea necesario? O, en su caso, los gobernantes modifican las leyes poniendo el estado a su servicio y aquí paz y después gloria. Por eso si queremos cambiar las cosas debemos preguntarnos: ¿si los ciudadanos corrientes somos numéricamente más por qué nos pueden?, ¿no vivimos en democracia? Ya comprendo que esta afirmación parece tan inocente como romántica, el horizonte nunca se alcanza aunque camines hacia él, pero sin verlo nunca nos pondríamos en marcha. Pues eso, que algo ha de hacer la sociedad para cambiar las cosas. Hasta ahora han conseguido domesticarnos con el miedo al futuro y creen que nuestro silencio es asentimiento a los desmanes sociales que se están perpetrando. La gente no tiene miedo a hacer sacrificios para conseguir avances colectivos de la sociedad en la que viven, lo que causa no disgusto sino irritación, es comprobar que la factura de la crisis no la pagan los causantes de la misma sino los ciudadanos de a pie mientras que a otros muchos se les ha obligado a vivir de la caridad y de los contenedores de basura. No propongo incendiar el sistema pero creo que ha llegado la hora de organizar las cosas desde el punto de vista de los intereses de la mayoría. A lo mejor si no han entendido nuestro mensaje es sólo porque todavía no hemos alzado la voz.