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Entre visillos

¡Ojalá que le vaya bonito!

         

          Se necesita más grandeza que la mostrada por el cardenal Antonio María Rouco Varela para practicar la humildad que tan reiteradamente predica el Evangelio. No puede decirse que en sus últimos discursos el cardenal haya ejercitado esa virtud cristiana, ni tampoco que sus palabras hayan estado presididas por la generosidad y la concordia que se espera de quien representa a la Iglesia española. En la catedral de la Almudena, creyéndose el centro de la ceremonia, durante el homenaje a las víctimas del mayor atentado terrorista perpetrado en nuestro país, su discurso no se ha caracterizado por mostrar comprensión con la parte humana del desastre ni por la aproximación al dolor ajeno, únicas cuestiones que importaban a los congregados que, por primera vez en diez años, se unían para compartir el infortunio.

          Como siempre, Rouco politizó el sermón practicando un ejercicio de soberbia que, según aprendí en el colegio, era uno de los siete pecados capitales cuya práctica te llevaba directamente al infierno. Su referencia a que los terroristas buscaban “oscuros objetivos de poder” lo sitúan junto a quienes han sostenido, contra toda prueba, la teoría de la conspiración con ETA de por medio. El cardenal se ha colocado junto a los que han protegido más el interés político o su negocio empresarial que la solidaridad con las víctimas. Además lo hace ahora que algunos ya reniegan de la patraña aunque sin pedir disculpas por haber mentido a sabiendas (por cierto, otro grave pecado). Me pregunto, ¿era ese el momento de mencionar esas elucubraciones que tanto han separado a las víctimas y que tan gran dolor les ha causado? Yo creo que era ocasión de arroparlas en su desgracia y nada más.

         En su despedida ante los obispos Rouco se ha permitido el lujo de criticar abiertamente el “nivel intelectual” del discurso político por considerarlo “más bien pobre y afectado por el relativismo y el emotivismo”. Es cierto que la actual clase política goza de poco afecto y escaso prestigio, además de andar enfangada en mil miserias, pero, ¿es el representante de los obispos el más indicado para realizar ese reproche? Yo creo que no, demasiadas cosas que ocultar en su propia casa y mucha lejanía de su propia feligresía que no se identifica con sus extremismos. Es cierto que la política y los políticos necesitan una profunda regeneración, pero la Iglesia también. Lleva meses el nuevo papa Francisco realizando declaraciones sobre la necesidad de que la Iglesia católica practique la humildad para difundir sus creencias y poniendo el acento en los problemas sociales, pero Rouco no ha debido entender el mensaje.

        El arzobispo de Madrid ha situado su discurso, político y no religioso, en la época del nacionalcatolicismo, evoca aquellos tiempos de alianza entre el poder político y el poder eclesiástico. Su referencia al riesgo de quiebra de la unidad de la nación española, es una prueba más y nos traslada a los tiempos en los que la Iglesia y el Estado confundían sus ámbitos de actuación considerando que la comunidad nacional coincidía con la religiosa y, por ello, se resistieron a aceptar el principio de libertad religiosa que aprobó el concilio Vaticano II. Desde la presidencia de la Conferencia episcopal Rouco ha ejercido su poder con mano dura y pretendiendo siempre influir en las decisiones políticas practicando una intolerancia que, en ocasiones, constituye una afrenta hiriente hacia quienes no piensan como él, practican otra religión o simplemente no tienen ninguna. La afirmación del cardenal de que España necesita una nueva evangelización y que, hoy por hoy, es tierra de misión es un balance demoledor de su larga gestión. Quizás  sea yo la equivocada y él simplemente quería reconocer, humilde y públicamente, su estrepitoso fracaso al frente de la Iglesia católica española. En cualquier caso, señor cardenal, desde mi modesta ventana le dejo con su Dios y, en el adiós, le deseo: ¡ojalá que le vaya bonito!

María Antonia San Felipe

Sobre el autor

Funcionaria. Aficionada a la escritura que en otra vida fue política. "Entre visillos" es un homenaje a Carmen Martín Gaite con esa novela ganó el Premio Nadal en 1957, el año en que yo nací.


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