Ya nos dejó el inventor de mundos mágicos, Gabriel García Márquez. Él supo tamizar a través de su imaginación la realidad adormecida de Aracataca y crear Macondo, un lugar que atrapa pese a su inexistencia. Nosotros, sin el genio de Gabo, estamos atrapados en una desesperanza difícil de superar aunque cerremos los ojos y soñemos. El español, indignado por los recortes sociales y las injusticias sin cuento, contempla la realidad y en vez de imaginar un futuro apacible en el que mariposas amarillas alumbren nuestro camino lo que constata es que nos rodea una bandada de aves de rapiña que están dejando el solar patrio como un erial.
Hace tiempo que constatamos que la arquitectura constitucional de nuestro Estado, amenaza ruina. Ya lo he dicho otras veces: del rey hacia abajo no se libra ninguna de las instituciones del Estado. La crisis es de tal dimensión que la desconfianza está poniendo en entredicho la estabilidad de una democracia, cada día más cuestionada en su esencia, por la sensación de impunidad que preside la vida pública española. El poder judicial es uno de los pilares de nuestro estado de derecho y éste lleva un tiempo transitando entre el drama y la opereta. En el espectáculo que está proporcionando el juicio contra el juez Elpidio Silva sólo echo en falta que el tribunal lo presida Chiquito de la Calzada. Que una jueza que fue consejera de Caja Madrid forme parte del Tribunal enturbia su independencia y contamina cualquier decisión que adopte. Las escenas del juicio que han difundido todas las televisiones dan la impresión de que este país vuelve a estar más cerca del universo que recreó Berlanga en La escopeta nacional que de la España moderna que creímos construir sobre los escombros de aquel tiempo tan magistralmente retratado en la película.
El poder judicial está cada día más falto de credibilidad y ello es así porque resulta evidente a los ojos de cualquier observador que en este país la ley no es igual para todos. Ello, sin entrar a analizar el escándalo que supone la ley de tasas judiciales del ministro Gallardón, imponiendo una barrera económica al que necesita reclamar justicia ante un tribunal. Bien, pues en la carrera de obstáculos que supone el acceso a la justicia se ha instalado la creencia de que aquí ni dios asume responsabilidades ni nadie paga por ninguno de los desmanes cometidos. Desconozco la naturaleza jurídica y los errores en la interpretación de la ley que haya podido cometer Elpidio Silva, hoy juzgado por prevaricación, pero percibo que en el sentimiento popular lo que prevalece es la completa seguridad de que el juez es el único que va a ser condenado. De igual modo, presienten que ninguno de los responsables de la mayor estafa perpetrada en España desde la restauración de la democracia, va a pagar por haberse apropiado con engaño y falsedad de los ahorros de muchos españoles que reunieron sus pequeñas fortunas con esfuerzo con el único objetivo de asegurar su vejez. Es inolvidable que en el caso de Bankia hemos tenido que pagar, con el esfuerzo colectivo de toda la nación, el rescate de unos manirrotos que llevaron una vida de lujo tras ocupar la presidencia de unas cajas de ahorro a la que llegaron no por sus méritos profesionales, sino por su proximidad al poder político. Se comprende que haya una corriente de simpatía hacia este peculiar juez que envió, aunque fuera por unos días, al expresidente de Caja Madrid, Miguel Blesa a prisión. Presienten que tanto Blesa como Rodrigo Rato, a sueldo de los grandes empresarios de este país, van a vivir a papo de rey mientras ellos siguen reclamando judicialmente la devolución de sus ahorros estafados.
La justicia no debiera ser en una democracia un espectáculo pero, hoy por hoy, lo es. Desgraciadamente vivimos, como decía Machado, entre una España que muere y otra España que bosteza.