No es posible no darse cuenta de que ya nada será como fue, ni nada se hará como se imaginó, eso escribí el martes con motivo de la abdicación del Rey y hoy lo repito. Si nos trasladamos sólo cinco años atrás coincidirán conmigo en que la sucesión al frente de jefatura del Estado no hubiera sido igual. Seguramente, habrían preparado un relevo mucho más tranquilo y alegre, además de disponerse más fiestas de despedida y galas de bienvenida. Es cierto que la Corona ha contado tradicionalmente en España con un alto nivel de aceptación, pero también es evidente que, en los últimos dos años, su popularidad ha ido deteriorándose al mismo ritmo que la confianza en el actual sistema político. No es práctico arrepentirse de lo que debió hacerse y no se hizo, pero la rapidez en tramitar constitucionalmente el relevo demuestra un cierto nerviosismo. El todavía Rey ha percibido con claridad que en la sociedad española algo se está moviendo y por ello ha decidido acelerar el proceso porque es consciente, como dije el martes, que las mareas cuando suben son imparables y las mayorías parlamentarias, tal y como se han conocido en las últimas décadas, pueden variar para asombro de los líderes de los partidos mayoritarios, aunque no de sus militantes.
Dicen los dirigentes políticos que esta sucesión se hace en cumplimiento de la Constitución y Pérez Rubalcaba, consciente del sentir republicano de sus bases, apostilla que su apoyo es consecuente con el pacto constitucional que se hizo en 1978. Vale. Hace treinta y seis años se llegó a un amplio consenso que aceptaba la monarquía a cambio de un estado social y democrático de derecho. Los pactos y las palabras deben cumplirse, de acuerdo, pero siempre, no sólo cuando conviene. Tras el referéndum que ratificó la Constitución también se hizo un pacto con los ciudadanos y no hay duda que en los últimos años ese pacto se ha quebrado. La Constitución se esgrime cuando es preciso y se olvida cuando conviene. La ley orgánica de abdicación del Rey se va a tramitar a la velocidad del rayo y con un apoyo parlamentario más amplio que el que debieran suscitar asuntos mucho más perentorios para el bienestar de la sociedad española. De igual modo, en 2011, se modificó a toda prisa la Constitución para introducir el principio de estabilidad presupuestaria impuesto por Bruselas. Durante años nos predicaron que no era conveniente modificar la Constitución por el bien de la nación, pero se incumplió la palabra en cuanto Merkel apretó las clavijas al gobierno. Es decir que cuando ellos quieren no sólo se puede sino que se debe.
A estas alturas el pacto constitucional es ya parte de nuestra historia como lo son Juan Carlos I, Suárez y el resto de dirigentes políticos que lo fraguaron. A partir de ahora hay que dar por concluida una etapa y debe negociarse un nuevo pacto con la ciudadanía ya que nuestra democracia ha terminado siendo traicionada por sus supuestos guardianes. El nuevo edificio constitucional debe construirse sobre otros pilares y sobre otros principios que respeten los derechos básicos de los ciudadanos hoy sojuzgados. Para recuperar la confianza en las instituciones debe modificarse la Constitución, la ley electoral que debe recoger las listas abiertas y la limitación de mandatos, la ley de financiación de los partidos políticos, garantizarse la calidad de la sanidad y la educación públicas, la independencia del poder judicial y la dotación de medios suficientes para cercar la corrupción pública, etc. Aunque para empezar y para ello no es necesario cambiar leyes, los gobernantes debieran comenzar a ser más humildes, prescindir de tanto boato del que se han rodeado y, sobre todo, desterrar la mentira de su lenguaje engolado y vacío. En fin, que mientras coronan a Felipe VI se cerrarán los colegios y muchos niños perderán su única comida decente al día. La excusa será que para conseguir recursos hay que modificar el presupuesto y eso lleva tiempo. Ya saben ustedes que las cosas de palacio van despacio…cuando se quiere.